Capítulo XVIII

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Uno, dos, tres, contaba las gotas que caían sobre el tragaluz de su habitación. El día se había oscurecido de repente por la tormenta de primavera y los cielos azules de la mañana se habían transformado en nubes grises y negras que no cesaban de descargar agua. Será una metáfora de mi vida ahora, supongo. El día también se había oscurecido para él, después de semanas de sol constante. Y aunque el lunes había sido un pequeño arcoíris entre tanta sombra, el espejismo no había tardado en desvanecerse. Llevaba días sin pasarse por la universidad. Necesito acabar mi tesis, se había excusado. Pero ya habían pasado tres noches y su ordenador seguía apagado. Su móvil, en cambio, se había iluminado hacía apenas unos minutos. Una notificación de un correo electrónico. Al ver el remitente, decidió que era mejor seguir hundido en su colchón, rememorando por enésima vez lo que había pasado días antes.

Con los últimos acordes de la canción, volvió a reinar el silencio entre ellos. Ella luchaba por reprimir las lágrimas. Él, por ser capaz de mirarla a los ojos sin romperse. No supieron cuánto tiempo pasaron así, sin decirse nada, simplemente sintiendo la presencia del otro. Amaia fue la primera en mover ficha, acercando su mano a la de Alfred para acariciar sus nudillos. Despacio, con miedo a su reacción. ¿Y si estaba tan enfadado con ella que no quería ni que la tocase? Sin embargo, él se relajó con su contacto. Lo había echado tanto de menos, aunque solo hubieran pasado cuarenta y ocho horas. Alzó la mirada para encontrarse con su mirada, más melancólica que de costumbre, y juraría que había escuchado a su propio corazón romperse en mil pedazos. Sus ojos marrones le miraban, penetrantes como dos navajas directas a su alma. Poco a poco, se fue acercando a ella, hasta que sus narices se rozaron. Respiró profundamente, disfrutando de su aroma a lavanda. Sus labios se tocaron por fin, lo que tanto había ansiado y fue ella la que los separó para besarle. Y así comenzó el baile de sus lenguas.

Cuando las tripas le rugieron, se levantó, parándose a mirar su reflejo en el espejo. La barba incipiente decoraba ya su mentón y labio, dándole un aspecto de alguien de un par de años más. No pudo evitar soltar una carcajada irónica, en su familia siempre le habían dicho que aparentaba menos edad de la que realmente tenía. A él nunca le había importado demasiado, siempre se había sentido un poco Peter Pan. Quizás por eso congeniaba tan bien con Amaia. Se pasó una mano por los rizos revueltos y no pudo evitar fijarse en el aspecto de su mirada. Sus ojos estaban hinchados de llorar y su mirada, apagada. Tus ojos brillan siempre, como si tuvieran purpurina, parece que te siguen las luces, le había dicho Amaia una vez. Ahora, las luces habían dejado de seguirle, porque ella era su luz.

Las manos de Amaia se enredaron en los rizos de Alfred, un gesto tan familiar que él adoraba. Sin separarse, se sentó a horcajadas en sus piernas y él fue directo a su cuello, atacándolo y dejando marcas de guerra por él. Amaia no podía reprimir los suspiros y los jadeos, era su punto débil. Alfred en sí era su punto débil. Las manos de Alfred buscaron el borde la camiseta de Amaia y ella enseguida alzó los brazos, dándole a entender que ya le molestaba. Con tanta prisa como torpeza, Alfred se deshizo de ella y sus labios fueron a parar a su pecho, su parte favorita de Amaia. Ella, uno a uno, desabrochó los botones de su camisa y dedicó su tiempo a explorar el torso de Alfred. Le encantaba sentir todos y cada uno de los relieves que sus músculos formaban en su piel al tensarse. La camisa enseguida acabó en el suelo y, antes de seguir, ambos se separaron. Seguían muy cerca, pero con la suficiente distancia como para poder observar el rostro del otro. Alfred acarició la mejilla de Amaia con el rostro de la mano y ella cerró los ojos, disfrutando de su tacto. Amaia rompió la separación entre ellos para besarle. Pero no fue un beso hambriento. Fue un beso cargado de amor.

Alfred suspiró al ver el desorden de su habitación. Siempre había sido ordenado, quizás demasiado. Su madre había llegado incluso a preocuparse por si podía tener un trastorno obsesivo-compulsivo, pero no tardó en comprender que simplemente era su manera de ser. Siempre había sido un niño especial. A veces, se podía pensar que vivía en un mundo paralelo, que no prestaba demasiada atención al mundo, pero simplemente era una reacción para protegerse de lo que le rodeaba. Sus padres se habían divorciado cuando era pequeño, pero no lo demasiado como para darse cuenta de que no había sido una situación fácil. Muchas veces había escuchado a su madre llorar en la habitación sin entender qué era lo que realmente sucedía, solo sabía que su madre estaba sufriendo. Él intentó protegerla a su manera, dándole el menor trabajo posible. Así que cuando se sentía mal, cuando algo le dolía, simplemente guardaba silencio. Su madre no merecía aguantar también sus problemas. Así fue como, poco a poco construyó su coraza ante el mundo exterior.

Contradicciones |AU-Almaia|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora