20. SIGUE SOÑANDO DESPIERTO

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Mientras se balanceaban al ritmo del blues de Hugh Coltman en una de las calles de Walt Disney Studios, Alfred seguía dándole vueltas a aquello especial que quería regalarle a Amaia.

De repente, vio como un niño disfrazado de Campanilla corría hasta los brazos de su madre. Esa escena recuperó el cosquilleo que había sentido al subirse al barco volador de Peter Pan aquella misma tarde. Apoyó su cabeza en la de Amaia y cerró los ojos para recordar una tarde de febrero de hacía tantos años.



Era Carnaval y aquel año los niños habían decidido ir disfrazados del cuento de Peter Pan. Amaia había llegado a un acuerdo con su madre, ya que la niña quería ir de Capitán Garfio y Javiera quería que fuera de Campanilla, al final decidieron que se disfrazaría de Wendy para que ninguna de las dos tuviera que ceder.

Después del desfile de disfraces en el colegio, Amaia había acudido a Alfred llorando desconsoladamente. A pesar que el niño ya tenía 9 años y los demás chicos de su clase se reían de él por hacerle caso a una niña pequeña, él nunca había dejado de lado a Amaia, siempre que ella lo había necesitado había estado ahí, le daba igual si tenía que abrazarla delante de los niños mayores o de la mismísima directora, que si su amiga lo necesitaba, no dudaba ni un segundo en ofrecerle su apoyo.

- ¿Qué te pasa, Amaieta? - Preguntó el niño preocupado.

- Mis amigas me han dicho que Nunca Jamás no existe, y cuando les he dicho que nosotros lo encontraríamos algún día, se han reído de mí y me han llamado tonta. - Murmuró la niña aferrándose fuertemente a la cintura de su amigo.

- No les hagas caso, el día que encontremos Nunca Jamás no las invitaremos. Se morirán de envidia, ya verás.

Alfred levantó la cara de Amaia para que le mirase a los ojos y le hizo una mueca divertida para conseguir que la niña se alegrase. Amaia esbozó una sonrisa tímida y se volvió a lanzar encima de su amigo mientras le daba las gracias.


Esa misma noche, antes de que volviera Amaia de cenar en su casa, Alfred había preparado un fuerte hecho de sábanas con la ayuda de su padre. Dentro había colocado una lámpara que cuando se encendía reflejaba estrellas por todo el fuerte, un montón de mantas y cojines y un reproductor de música con sus canciones preferidas.

Cuando Amaia llegó preparada para dormir, la guió hasta la cabaña con los ojos tapados. Una vez dentro, encendió todos los aparatos y le dijo a su amiga que ya podía mirar.

El aura dentro de aquella pequeña cabaña de tela era increíble, la luz azulada de la lámpara se reflejaba en la cara de sorpresa de Amaia y la música sonaba suavemente mientras Alfred se sacaba un bote de purpurina del bolsillo.

- Mira Amaix, esto es polvo de hadas. Cuando nos lo tiremos por encima vamos a poder volar. ¿Me crees? - Preguntó Alfred ilusionado.

La niña le miró y asintió con la cabeza, incapaz de pronunciar una palabra debido al asombro que estaba sintiendo.

- Preparada. Lista. ¡Ya! - Gritó Alfred al mismo tiempo que soplaba un poco de purpurina en dirección a su amiga. - Ahora tienes que cerrar los ojos, si no, no funciona.

Cuando Amaia tuvo cerrados los ojos, Alfred la cogió de las dos manos y empezó a columpiarlos de un lado a otro, dando vueltas y saltos por dentro del fuerte.

- ¿Lo sientes, Amaix? ¿Sientes que estás volando?

Amaia era una niña un poco miedosa, y el simple hecho de cerrar los ojos mientras había otra persona en la habitación le daba pánico, pero en aquel momento, mientras escuchaba las palabras de Alfred, sentía sus manos agarradas fuertemente a las del chico y notaba el brillo de las luces a través de los párpados de sus ojos, no podía más que sentir que flotaba.


Una vez se acostaron encima de todos los cojines y se acurrucaron entre las mantas, Amaia le susurró a su amigo que estaba segura que algún día descubrirían Nunca Jamás, y que lo harían juntos, ya que pensaba que nunca llegarían a crecer y ser unos aburridos como los adultos.



Al regresar de aquel recuerdo, Alfred tuvo bastante claro que era lo que quería regalarle a su Amaia. Cuando llegaron al hotel, aprovechó que la chica quería subir corriendo a la habitación porque se estaba haciendo pis, para hablar con la recepcionista. Esperaba poder sorprender a su chica con la idea que se le había ocurrido.


Al día siguiente, después de haber estado todo el día explorando lo que les quedaba de los parques, Alfred empezó a insistir en volver al hotel.

- ¿Por qué? Aún es pronto, quiero volver a subirme a la de Pinocho. ¿No te ha parecido increíble el momento de los relojes? - Protestó Amaia.

- Pues luego volvemos, pero primero tenemos que ir al hotel. - Insistió Alfred impaciente.

- Después estará cerrado, Alfred. Quiero ir ahora.

- Eres como una niña pequeña, deja de quejarte y vámonos.

- Tú no mandas. - Dijo Amaia mientras le sacaba la lengua y se cruzaba de brazos.

- Ves, es que eres un bebito. - Rió Alfred mientras le acariciaba las mejillas. - Por favor, amor, tengo que enseñarte algo.

Amaia suspiró, agarró la mano de Alfred y empezó a tirar de él en dirección al hotel.

Por el camino, Alfred no dejaba de mirar el reloj de forma intermitente.

- Cariño, pareces el conejo de Alicia en el País de las Maravillas, tendría que haberte hecho una foto con él cuando hemos ido al laberinto. - Rió Amaia.

Alfred no contestó, pero frenó de golpe delante del globo aerostático que se alzaba majestuosamente sobre el lago de Disneyland. Se giró hacia Amaia y la cogió de las dos manos.

- Ayer reservé el globo entero para nosotros, por eso tenía prisa, no quería llegar tarde. ¿Te acuerdas que cuando éramos pequeños queríamos descubrir Nunca Jamás? Pues campanilla ha venido a buscarnos para llevarnos hasta allí. ¿Crees que estás preparada? - Preguntó Alfred nervioso.

La chica paseaba su mirada una y otra vez de la sombra de campanilla que había dibujada en el gigantesco globo a los ojos de Alfred.

- Nunca he estado más preparada. - Respondió finalmente Amaia tragando saliva.

Una vez subieron al globo, este empezó a ascender. Desde allí arriba podían observar Disneyland al completo bañado por el sol del atardecer, era una vista tan mágica que nadie podría haber negado que se trataba de un mundo imaginario extraído de un cuento infantil.

Justo en ese momento, por la carretera principal del parque estaba pasando la cabalgata de la tarde. Alfred se acercó a Amaia por la espalda y la abrazó.

- Mira, ahí vienen. Lo hemos encontrado cucu. - Susurró el chico en el oído de Amaia.

Los dos se quedaron mirando como el Capitán Garfio, Peter Pan, Wendy, Campanilla y los Niños Perdidos desfilaban al ritmo de la música. Amaia empezó a llorar de la emoción y se lanzó a los brazos de Alfred.

- Gracias, mi amor. - Susurró Amaia pegada al cuello de su marido. - Esta era una de las pocas promesas que nos hicimos que creía que nunca cumpliríamos.

- Sabes que siempre intento cumplir nuestras promesas. Incluso cuando se me olvidan y meto la pata. Lo siento mucho, Amaix. Te juro que nunca más volveré a desconfiar de ti.

Amaia le besó tiernamente los labios y rozó la nariz de Alfred con la suya.

- Te quiero, ruru.

Alfred la apretó contra él y le susurró "yo más" encima de sus labios justo antes de besarla profundamente.


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Este capítulo está claramente patrocinado por todo el azúcar al que me he visto expuesta este fin de semana.

¡Gracias a todes!

Ya no puedo inventarloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora