Capítulo 24: "Sinceridad"

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Había olvidado lo feliz que podía llegar a sentirse. Entre tanto que pensaba una y otra vez en lo alegre que la ponía el salir con Francis, evaluaba los futuros atuendos que podría usar esa velada. Ninguno la convencía, siempre les veía un defecto, y esa noche tenía que verse espléndida.

Cuando su marido decidió engañarla con una joven diez años más joven, no dejó de lamentarse esos treinta y pocos que cargaba encima. El divorcio fue un proceso doloroso del que había salido hacía poco más de un año, un evento que la sumergió en un lodo de pseuda desconfianza y supuesta baja autoestima, donde, según ella, merecía estar. A pesar del desprecio que podía llegar a sentir por su marido, ella misma lo justificaba utilizando de pretexto la edad, el "cansancio". Lo típico: "el amor se gastó". En parte comprendía que lo hubiera hecho teniendo en cuenta que, el engaño, no comenzó por él.

Sin embargo, dudaba haber sentido amor alguna vez.

Fueron años felices los que vivió a su lado, muchas veces rememorando con alegría lo emocionada que se sintió la ocasión en la que él le declaró que la quería, que correspondía a ese amor que, aparentemente, los uniría por muchos años. Eran unos estudiantes jóvenes, inexpertos y seguros de que nada sería lo suficientemente fuerte como para separar a dos almas que deciden amarse por sobre todo.

Por ende comenzaron a salir, formalizaron al cabo de algunos meses y, en cuanto acabaron sus carreras, decidieron buscar un trabajo e irse a vivir juntos, aprovechando el tiempo al máximo. Y así vivieron otro período de tiempo hasta que las campanas nupciales anunciaron el inicio de una nueva historia, una donde sus protagonistas se creían capaces de superar cualquier inconveniente, por más pequeño que fuese.

El amor que se tenían prometía ser lo suficientemente fuerte como para soportarlo.

Así fuera una hora, quince minutos, dos segundos, iban a aprovechar esos breves instantes para quererse y admirarse mutuamente, como dos jóvenes enamorados que ponen por sobre todo lo físico y lo emocional, sin detenerse a pensar en los altos y bajos que toda relación debe tener.

Poco a poco, la pasión se fue apagando. El trabajo usurpaba bastante tiempo, los alejaba y no permitía una convivencia diaria al contar cada uno con horarios diferentes, donde no se verían hasta la noche, momento en el que no tendrían tiempo el uno para el otro. Fue así como, con cuidado, el amor se fue "enfriando", apagando la leve llama que pareció poderosa cuando apenas tenían un fósforo en su poder. En cuanto fue necesaria una fogata más grande, no habían ni ganas ni interés de aumentar el calor, por parte de los dos. Eso... ya no tuvo arreglo. El espejismo de la fascinación física dejó al descubierto su perfecto disfraz de amor, lanzado al suelo en cuanto los problemas se adueñaron de la relación.

Sabían los dos que las cosas habían dejado de pintarse de rosa para demostrar el color neutral y grisáceo con el que estaban realmente vestidas, llevándolos súbitamente al mundo real, a ese cruel y despiadado universo donde no todo es alegría todo el tiempo. Pero ellos eran demasiado jóvenes como para darse cuenta en su momento de que la historia tomaría un rumbo diferente y que no daría oportunidad a un final alternativo. Uno donde, quizás y sólo quizás, pudieron ser felices.

Ese castillo de papel que diseñaron con sus propias manos, ensamblando cada parte con trozos de sueño y coyunturas de ilusión, se vino abajo de un soplido cuando, determinado día de un antaño ayer, Linda presenció la vergonzosa imagen de su marido junto a una joven enfermera que en su tiempo trabajaba como su ayudante. Era más joven, su piel canela era casi de porcelana, con un cabello largo y brillante, como si su apariencia hubiera sido sacada de una historia de hadas, una de esas en las que la mala, en realidad, es la esposa.

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