Capítulo 9: "¿Te podría pedir un favor, Jodie querida?"

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A media mañana lo despertaron de su siesta. Como era de esperarse, se encontraba descansando en su celda; aquel cuchitril estaba muy lejos de compararse a su antigua casa, a esa mansión que ambicionó sin éxito, y que ahora parecía un sueño lejano teniendo en cuenta su actual situación. Entreabrió sus labios ara liberar un suspiro que entrecortó cuando un guardia se aproximó para llamarlo.

—Rosenzweig, tienes visita —anunció el centinela.

Sus ojos se abrieron algo curiosos entre las penumbras de su nuevo "dormitorio". Soltó un quejido al sentarse en la precaria cama y resopló. ¿Alguien se acordaba de él? No había fijado ninguna cita con su abogado. Sus hijos... no, esos ya lo habían olvidado a la fuerza. O eso quería creer. No los culpaba si no querían tener nada que ver con un cobarde golpeador, hipócrita y criminal. Para él, era más fácil sobrellevarlo teniendo esa idea en mente. Nunca fue un sujeto muy "entregado a su familia". Para él, lo que por obligación era demandado, sin gusto era venerado.

Se levantó, se aproximó a las rejas y con su mismo aire indiferente cargado con cierto deje de arrogancia pese a su actual situación, extendió las manos hacia los guardias cumpliendo con la rutina; las esposas impactaron en sus muñecas frías, pero no generó en él ninguna reacción. Comenzó a caminar en cuanto le dieron paso y sintió resonar el rose los grilletes sobre sus tobillos a cada paso que daba. Una sensación que le irritaba era la de saber que tenía que estar limitado cuando en su mente comparaba su poderío anterior con el fracaso actual. ¿Quién se pensó que podría acabar con su grandeza de un día para el otro?

Suponía la identidad verdadera de ese autor anónimo, responsable de esa nefasta denuncia que arruinó su vida con tan sólo una llamada. Estaba seguro de que la ahorcaría de tener la oportunidad, y se juraba que sus manos no se alejarían de su cuello hasta que viera que sus ojos se apagaban de la misma manera en la que se apagó todo ese reino de ambición que construyó durante años.

Fue dirigido hacia una sala individual para visitas. Lo sentaron en una banca de metal al fondo de la habitación y lo hicieron esperar un par de minutos mientras que su visita se preparaba para verlo.

En ese tiempo, pudo observar con mayor detenimiento la sala en la que se encontraba: frente a él, a un par de metros, un atezado espejo de unos dos metros y medio de largo por un metro y medio de ancho, aproximadamente. Entornó sus ojos y soltó un tosco amague de risa al deducir que lo estaban viendo. Dirigió su mirada poco después a la mesa de metal ubicada a unos pasos de él, con dos sillas de un lado y otras dos de su lado.

¿Quién necesitaba tanta "preparación" para hablar con él? Le irritaba el hecho de tener que esperar.

Resopló y se recargó contra la pared a sus espaldas, manteniendo esa mirada severa tan característica de él. En esa ocasión, más cargada de rencor e incordio hacia todo lo que lo rodeaba. No obstante, en determinado momento, la puerta volvió a abrirse. Víctor, Billy y dos guardias ingresaron a la sala. Si bien el Rosenzweig no era el tipo de criminal peligroso, no podían descuidarse. Nunca se sabía cuando intentarían escapar con la más mínima ventaja.

Los observó sin mover mucho su cabeza, analizándolos de pies a cabeza.

—William Rosenzweig —sonrió Víctor.

—¿Te conozco? —fue la seca pregunta del reo al entornar sus ojos.

—Espero que no.

Billy se ubicó en una de las sillas y Víctor se sentó en la otra butaca, a su lado. William, por su parte, avanzó a una de las dos sillas ubicadas de su lado de la mesa tras una orden por parte de uno de los guardias. Aún se sentía incrédulo de que debiera acatar sus órdenes. En su tiempo, los demás se lo pensarían dos veces antes de siquiera alzarle la voz.

Athos:REDonde viven las historias. Descúbrelo ahora