Capítulo V

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Daniela era una mujer de 46 años, viuda sin hijos ni mascotas. Vivía sola. Claro, es obvio que vive sola si su marido está muerto y jamás tuvo descendencia, pero ella iba más allá en la soledad. Una persona afligida, angustiada, constantemente deprimida. A un punto en el cual la pena había absorbido su estilo de vida.

Rodeada de gente en el trabajo como gobernadora, donde dialogaba sin pausa con representantes, otros diplomáticos, sus asistentes o periodistas. Hablaba a las multitudes frente a un micrófono o frente a las cámaras. Era alguien que poseía una labia impresionante, grandes dotes para la oratoria y una presencia fuerte pero no agresiva. Así la conocíamos todos. Sin embargo era una fachada, una máscara que ella había levantado durante mucho, veintiséis años de hecho. Ese tiempo llevaba muerto Carlos, el amor de su vida.

Para ella el tiempo pasaba y pasaba, siempre lento y siempre rápido. Los días, semanas y meses transcurrían sin que se diera cuenta de ello o le tomara importancia. Pero cada hora, minuto y segundo suspiraba en silencio, mordía su labio y retenía las lágrimas. Su mente estaba estancada en la pérdida de su prometido.

Veía a quienes le rodeaban así como uno ve los granos de arena en un desierto, eran todos relleno en un escenario llamado Mundo donde nadie protagonizaba, pues su amor había sido llevado por las alas del ángel Azrael.

En el supermercado, las plazas, el estadio, el centro comercial o incluso las ferias. Caminando en las calles, yendo en tren o embotellada en la principal. Daniela se sentía sola. Abandonada, como quien de niño ve jugar a los demás, correr y saltar mientras se está sentada en un costado sin tener mayor compañía que un amigo imaginario.

Solo que el suyo era un mejor amigo. Y no era imaginario. Alguna vez fue real. Vivió.

La soledad le acompañaba en su diario vivir, era su única amiga y se hacía presente en todo cuanto ella hacía. Bebía un café solo por las mañanas, sin azúcar ni empanada. Llevaba puesto un pendiente sin par, pintaba solo las uñas de una mano y la otra era decorada con un anillo solamente. En una oreja colocaba un audífono, y en la muñeca del lado opuesto su reloj. La cartera iba entonces en el otro brazo y la pluma acomodada en el extremo opuesto de su sombrero. La piel desprotegida, sin un bello que la acompañase. Su soledad armonizaba, pues ambas mitades tenían la misma cantidad de adornos o cuidados como las cremas, sin embargo eran distintos un hemisferio del otro.

Sin embargo, su soledad no imperaba en manejar las cosas de a una. En casa servía siempre de a dos las comidas y las bebidas. Cuyas sobras eran recibidas gustosamente por los gatos del barrio. Llegaba a su hogar faltando cinco para las siete, dejaba su calzado y pasaba a las pantuflas, acomodaba los papeles y demás en su escritorio para luego calentar algo en el microondas. Tomaba un par de platos y distribuía los alimentos de forma que, un plato tuviera más que el otro. Llevaba ambos a la sala donde prendía la televisión y comía del recipiente más chico. Terminada la novela limpiaba y procedía a desvestirse para tomar una larga ducha.

En el baño, vertía ese líquido para burbujas en la bañera y giraba la perilla. Una vez que el agua llegaba hasta la mitad, cerraba y se metía.

Pasaba sus primeros diez minutos fantaseando con su amor, reclamando por su ausencia y el frío que había dejado en su corazón. Daba la sensación de acariciarse ella misma y agradecerle por sus mimos y cuidados, llegado un punto decía que amaba la sensación de sus manos, le pedía seguir así, imploraba por besos y soltaba algún ligero gemido. Tras ese tiempo oí se levantaba del agua y abría un cajón. Acto seguido percibí una vibración.

Daniela solía tomar duchas cortas tras eso. Al no haber dos cuerpos en la bañera, el agua no alcanzaba a cubrirla bien ni mantenerla caliente. Se ponía un largo pijama y salía al balcón para contemplar las estrellas.

La Llave DoradaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora