Capítulo XIX. Epifanía

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Apuntando en dirección al infinito espacio, su imponente trono flotaba en el borde de una estrella sin vida que él mismo había declarado como su santuario personal, desde donde podía observar los cuerpos celestes y la materia nebulosa con todo su esplendor.

Estaba seguro que algún día conquistaría cada planeta donde hubiera vida.

Ni una raza se salvaría de su poder, él tomaría sus vidas por el simple placer de saciar su sed. Sin embargo, para ello era necesario hacerse de las Gemas del Infinito.

Aquel insignificante ser, parecía que tenía el potencial suficiente para ofrecerle una.

Había ordenado que lo trasladaran a su nave; él no habitaba ningún planeta en concreto, vivía recorriendo la galaxia, de reino en reino, dejando terror y caos a su paso. Antes intentó poseer y conservar la compañía de doncellas, de sus hijos, pero apenas y se volvía a inundar de luz la tierra que visitaba, se marchaba para regresar, algún día, solo para tomar sus vidas.

Solo consideraba hijas a dos seres que había adoptado; a la Orden Negra, hubo una época en que los consideró igual, no obstante, ellos ya no necesitaban de su constante instrucción, y tampoco se le antojaba empezar de nuevo con el arduo trabajo de mentor por Loki.

Su misión sería buscar el Teseracto en Midgard, a cambio podría gobernarlos temporalmente. Le daría lo que tanto anhelaba, le daría por fin un trono en el cuál sentirse soberano.

Sabía lo que había ocurrido en Asgard, tenía la ventaja a su favor, lo consideraban muerto y el camino estaría despejado para el Jotun. Le causaba cierta gracia su tamaño peculiar para tratarse de un gigante de hielo, su lado científico deseaba investigar el motivo de su mutación. Al menos, Loki tenía algo en común con él, ambos sufrían una mutación genética.

Cuando lo tuvo en su laboratorio, lo recostó en una camilla especial para realizar las pruebas necesarias; extrajo un poco de su sangre y la analizó. Para saciar su curiosidad por completo tenía que matarlo, pero encontró más útil permitirle vivir.

Notó movimiento en sus brazos a mitad de las pruebas y al verlo abrir los ojos con lentitud, supo que había hecho lo correcto.

Thanos era consciente de lo que provocaba, su tamaño impresionante, su fuerza descomunal y su rostro un tanto desfigurado, no era agradable tenerlo de frente, y sonrió al hechicero que tembló ante su presencia.

Su cuerpo entero estaba atado con fuertes correas y ni siquiera podía protestar porque un bozal de metal ahogaba sus protestas.

Al debilitarse su cuerpo, su verdadera forma fue cediendo ante el hechizo y su piel pigmentada de color azul —con algunas líneas surcando en ella—, sus ojos escarlata penetrantes de odio, relucieron exponiendo su origen. Gracias a ello, Thanos le concedió el beneficio de la duda.

—Seres más fuertes que tú han estado en el lugar que ahora ocupas —le informó con el semblante imperturbable—. No intentes escapar, ambos sacaremos provecho de esto, ahora quizá no lo comprendas, pero eventualmente lo harás. —Dicho esto se alejó de su campo visual.

El hijo de Laufey apretó los párpados para mentalizarse de lo que vendría. Imaginaba que lo abriría como cualquier criatura corriente, que no tendría compasión para aplicarle alguna especie de anestesia y así evitar el dolor que le produciría. Con el aspecto del laboratorio, no tenía la esperanza de que algo bueno pasara.

—Quiero asegurarme de que tu apariencia solo es un engaño —escuchó su voz por encima de su cabeza.

Sintió como la presión cedía a su alrededor, pero se sentía tan débil que no logró erguirse.

Excusas en tintaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora