Capítulo XXXII. Midgard

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«Te prometo, hermano, que el sol volverá a brillar nuevamente para nosotros».


En el momento en que lo perdió, esta vez sin trucos, deseó creerle. A pesar de que sabía mejor que cualquiera que era el dios de las mentiras, y que sus palabras no tenían mayor razón de ser que flotar por el espacio, hasta desvanecerse como si nunca hubiesen existido, e incluso el recuerdo de él, tambaleaba entre la cordura y la alucinación.

Cuando cedía al peso de sus párpados y se sumía en la oscuridad, le veía recostado sobre su pecho, mirándole con los ojos entrecerrados, como intentando leer su mente, de un instante a otro se acercaba a su rostro y antes de que sus labios se abrieran para expulsar algún sonido, sonreía para él. Tan cálido que deseaba quedarse así, envuelto en tinieblas, ajeno a su realidad, pero inmerso en Loki.

Ya no poseía certeza absoluta, antes creía conservar todo bajo control, después lo que amaba lo abandonó. Quedando solo a la deriva, los siglos que tenía por delante le parecían una maldición.

Alguna vez le hablaron de reencarnación, de que el ciclo era infinito, que Asgard estaba condenado a vivir en una eterna danza, donde cada paso era preciso, y la música jamás se detenía. Si pudiera hacer algo al respecto, destruiría la fuente de tal energía, la arrancaría de raíz sin importar que significara no volver a existir, ni él, ni todo lo que adoraba.

Era una tortura ser consciente de aquello, prefería ignorarlo a cargar con el peso lo que restaba de su vida, una que procedía de otra, y que no terminaría ahí, una más —exactamente igual— le seguiría.

Con aspecto desaliñado, siendo una sombra gris de lo que un día fue, mientras viajaba por Yggdrasil, pensó en Loki mientras contemplaba el espacio, recordaba cuando cayó del puente Bifrost, y su mirada antes de que la inmensidad lo absorbiera. No tenía miedo, ni parecía que lo lamentaría. Tan solo tenía el corazón roto, dolido.

Thor ahora podía entenderlo mejor, al dolor, y a Loki. Que parecía venían en conjunto.

Ojalá fuese tan valiente como el hechicero que, ante la muerte, incluso podía pensar con claridad, al punto de dedicarle una última mentira, una que atesoraría hasta el final.

De todos sus juegos de mal gusto, de sus bromas mal intencionadas, de sus engaños perversos, de la crueldad desmedida. Aquella última, definitivamente fue la más dulce de todas. Tanto que parecía un error cósmico que no fuese verdad.

[...]

Sus extremidades no le respondían, su cabeza se sentía tan liviana, como si en cualquier fracción de segundo fuese capaz de incorporarse con el viento de aquel mundo que había aprendido a proteger. Su sangre penetrar el suelo, alcanzando el núcleo y con el calor consumiéndose. Su vista perdida en el cielo, los bordes desdibujándose hasta los límites trazados dejar de existir. Y su último cálido aliento saliendo liberado, deseó que jamás fuese contenido por ninguna clase de pulmones.

Sin luchar, ni oponerse, dejó que su alma se apagara, como una flama sin oxígeno.

[...]

Una vez más.

[...]

La música familiar de una mañana en Asgard le hizo recuperar la consciencia. El canto de las aves, el ruido de espadas al colisionar en entrenamiento, los pasos de los guerreros que cruzaban los pasillos, la estruendosa voz de su padre, la de su madre melódica en su comparación, provocó que el sueño se desvaneciera y no se atreviera a mover un músculo por temor a irrumpir tan anhelada ilusión.

Excusas en tintaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora