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Miércoles: el día más fastidiante para el joven toro. 

A primera hora, iba a practicar artes marciales al pequeño dojo que Dohko había adaptado en su casa, de ahí salía directamente a la universidad para salir hasta las 4 de la tarde para regresar al dojo y servirle de ayudante al viejo maestro como aprendiz hasta las 9 de la noche para finalmente ir a su apartamento a hacer todos sus deberes. 

Soltó un suspiro de cansancio mientras se dirigía a su última clase: Microbiología. 

Y aunque el profesor era realmente bueno en cuanto a explicaciones se refiere, Aldebaran no podía evitar casi quedarse dormido por la falta de descanso, al llegar tomó asiento donde normalmente lo hacía y esperó pacientemente a que su amigo Mu llegara a su lado. Últimamente, el tibetano se la pasaba con la cabeza en las nubes tanto así que en la práctica anterior habían estado a punto de quemarse con el ácido que desarrollaron ahí por lo que lo habían enviado a lavarse la cara para despejarse. 

Pero su amigo no apareció por ahí, al parecer le había tomado la palabra cuando le dijo que debía irse a descansar a su casa debido a esto el toro ya no se hizo la ilusión de pasar la última hora con la agradable compañía del carnero. 

Así transcurrió su última clase y cuando por fin terminó, caminó hacia su casillero en el tercer edificio para dejar unos cuantos libros que eran innecesarios llevarlos a casa, al terminar cerró la pequeña puerta y se dirigió a la salida de la institución: probablemente compraría algo en el camino para no desmayarse en el entrenamiento. 

Entró a una pequeña pastelería donde un apuesto chico de cabello azul con un gigantesco moretón en la mejilla se encargó de despachar el delicioso sándwich de pollo que devoró de un solo bocado, después de tirar la bolsa que lo envolvía, se encaminó a su trabajo de asistente. 

—Aldebaran ¿cómo va todo? 

El maestro le saludó con una de sus brillantes sonrisas que eran típicas en él y le invitó algo de beber como era su costumbre, y casi por rutina, el toro le pidió el mismo vaso con agua de siempre. 

—¿Empezamos ya? 

—Usted tiene la palabra, maestro. 

El castaño se levantó de su asiento y se dirigió a la puerta para poder abrir el dojo mientras que terminaba de colocarse las vendas de las manos, esperaron un poco más para poder completar el número de aprendices que eran necesarios. 

—Buenas tardes, chicos. 

—Ya... ¡Ya estoy aquí! 

La pequeña pelinegra entró corriendo al pequeño local donde casi se tropieza al quitarse los zapatos, los ojos del maestro se movieron instantáneamente hacia el brasileño a quien se le habían teñido las mejillas de un suave carmín. 

Por su parte, el moreno no podía despegar la mirada de aquella hermosa muchacha: alta, con un cabello tan negro como la noche y unos preciosos ojos esmeraldas que emanaban cautela a donde quiera que miraba; trató de concentrarse en lo que realmente era importante. 

—Shaina ¿tendré que castigarte de nuevo? ¡Ya habíamos progresado con la puntualidad! 

—Lo lamento Roshi, me quedé dormida de nuevo. 

La pelinegra se rascó la cabeza mientras el maestro le sonreía con burla. 

—Esta bien, lo dejaré pasar pero deberás traernos el almuerzo la siguiente sesión. 

—Agh! De acuerdo, todo por no ser castigada. 

Una leve sonrisa se instaló en la cara del toro, la verdad es que esa muchacha... le recordaba a alguien. 

Lo que no fueDonde viven las historias. Descúbrelo ahora