Capítulo XXII (Parte II): Azul.

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—Aún es muy temprano, no entiendo por qué llegó tan temprano—habló Adrien en susurros, corriendo de vuelta al armario junto con el libro.

—Creo que dijiste temprano muchas veces—lo miró con ojos entrecerrados. 

Corrió velozmente a su habitación, se cubrió con las sabanas fingiendo estar dormido. El sonido de las pisadas de Gabriel subiendo por las escaleras de mármol causaron repeticiones en el vacío de la casa. Se acercaba. La camiseta negra se pegó a su espalda mojada por el sudor de sus nervios. Natalie hablaba en voz muy baja con su padre. Intentó agudizar su oído para tratar de descifrar lo que hablaban.

—Debe estar dormido.

—Sé que no es lo correcto, pero lo hago por su bien. Quizás más tarde.

—No creo que puedo seguir posponiéndolo, señor—enunció con fuerza.       

—Ahora no, Natalie. 

Con esto, Gabriel cerró la puerta de su habitación. Natalie taconeó de nuevo hasta el piso de abajo donde se quedaba cuando tenían reuniones importantes como esta. Se levantó con sigilo, cuidando que el chirrido de la cama fuera el menor posible. El reloj dictaba las diez. Era temprano, no pudo haber pasado tanto tiempo desde que entró al estudio.

—¿Cuánto tiempo estuve en ese trance?

—A mí me pareció unas—Adrien lo miró acusador— dos horas.

La única explicación lógica.

Unas gotas espesas rodaron por su mano, la peineta estaba fuertemente presionada entre sus dedos y la palma de su extremidad. Un poco de sangre la salpicó, justo en medio de la grieta. 

—¿Ahora qué debo hacer?—le preguntó a Plagg sin apartar sus ojos de su mano.

—Lo que tengas que hacer.

Giró muy lentamente la perilla despacio, ralentizando el tiempo. Aun con la joya de su madre en mano, sus pies descalzos se dirigieron al patio trasero. La fuente aun escurría y los grillos cantaban. Los vellos de su cuerpo reaccionaron al frío. O al miedo. La brisa movía sus cabellos con sutileza, llamándolo. Buscándolo. Cubierta de rosas tan rojas como su sangre estaba la escultura de su madre, tallada cada facción de su rostro, la nariz respingada y barbilla pequeña. 

Cada mañana su padre se detenía justo donde estaba. Estaba antes de que Emilie muriese, fue la razón de que el jardín fuera tan grande es que amaba las plantas, Gabriel y su madre lo sembraron y cuidaron. Evitaba ir allí por esa razón, el dolor era fresco y no necesitaba más dolor del que lo consumía.

La joya en su mano brilló de blanco, con sorpresa la tapó evitando llamar la atención, destallaba en patrones de colores amarillo y azul. Caminó unos pasos a la escultura no había nada extraño en ella. El ambiente se tornó nubloso, el sol brillaba en lo alto de la casa. Emilie estaba sentada en la banca mientras un Adrien de unos diez años jugueteaba con ella.

—¿Mamá?

La mujer pareció reaccionar al llamado. Gabriel traspasó su cuerpo como un fantasma. En el rostro de su madre se iluminó una sonrisa. Tenía una rosa en su mano que se la ofreció para después darle un beso. Su pecho ardió con aflicción y nostalgia. Ojalá hubiese podido valorar más ese momento. Pero no sabía donde estaba. Se dio vuelta en su eje, le recordó al sueño con Marinette. Podría decirse que era prácticamente igual. 

Seguido de eso, como si de una hoja tratase, pasó en sus ojos la imagen de su madre pasando por el umbral de la puerta que escondía su escultura. La siguió. Era un invernadero. Enredaderas y millones de flores cobraban vida mientras pasaba, era húmedo por los aspersores en el suelo pero extrañamente agradable. A través de canales que parecían flotar caían pequeñas cascadas que formaba un río que llegaba hasta el fondo, donde lo iluminaba una enorme ventana ovalada. Todo el paisaje se transformó en una densa nube gris. Como estar despertando después de un largo sueño. Lo último que vio fue a su madre frente al ventanal.

Promesas. {MiraculousLadybug}Donde viven las historias. Descúbrelo ahora