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No sabía cómo se llamaba aquella mujer. me quedé parado delante de la puerta, mirando los timbres indeciso y con el ramo de flores en la mano. me daban ganas de dar media vuelta y marcharme. pero entonces salió de la casa un hombre, me preguntó a qué piso iba y me mandó al tercero, a casa de frau schmitz.
ni estuco, ni espejos, ni alfombra. toda la modesta belleza de la escalera, muy inferior a la de la fachada, había desaparecido hacía tiempo. la pintura roja de los escalones había saltado en el centro, el linóleo verde grabado que cubría las paredes hasta la altura del hombro estaba gastado, y los barrotes que faltaban en la barandilla habían sido sustituidos por cordones. olía a productos de limpieza. aunque puede ser que no me fijara en todo eso hasta más adelante. la escalera siempre estaba igual de dejada e igual de limpia, y siempre reinaba el mismo olor a productos de limpieza, a veces mezclado con olor a carbón o a judías, a carne asada o a ropa lavada en agua caliente.
de los demás inquilinos de la casa nunca conocí más que esos olores, las marcas de los pies delante de las puertas de los pisos y las placas debajo de los timbres. no recuerdo haberme encontrado nunca con nadie en la escalera.
tampoco recuerdo cómo saludé a frau schmitz. seguramente le recité dos o tres frases que llevaría preparadas, aludiendo a mi enfermedad, a su amabilidad y a mi agradecimiento. ella me condujo a la cocina.
era la habitación más grande del piso. en ella estaban la cocina y el fregadero, una bañera y un calentador, una mesa y dos sillas, un armario, un ropero y un sofá. el sofá estaba cubierto con una manta roja de terciopelo. no había ventana. entraba luz por la vidriera de la puerta que daba al balcón. no mucha luz; la cocina sólo se iluminaba cuando se abría la puerta. entonces se oía el chirrido de la carpintería del patio y olía a madera.
el piso tenía también una sala de estar pequeña y angosta, con un aparador, una mesa, cuatro sillas, un sillón de orejas y una estufa. en esa habitación no había calefacción, así que en invierno casi siempre estaba vacía, y de hecho en verano también.
la ventana daba a la bahnhofstrasse, y desde ella se veían los terrenos de la antigua estación, removidos a fondo por las excavadoras mientras se empezaban a colocar ya aquí y allá los cimientos de nuevos edificios judiciales y administrativos. finalmente, el piso tenía también un retrete sin ventana. cuando el retrete olía mal, el olor invadía también el
pasillo.
tampoco recuerdo de qué hablamos en la cocina. frau schmitz estaba planchando; había extendido sobre la mesa una manta de lana y un lienzo e iba sacando prendas de un cesto, planchándolas, doblándolas y dejándolas encima de una de las sillas. en la otra silla estaba yo sentado. también planchó su ropa interior; no pude evitar mirar, a pesar de que intentaba apartar la vista. llevaba un delantal azul con pálidas florecitas rojas. tenía el pelo rubio y largo sujeto en un moño sobre la nuca. sus brazos desnudos eran pálidos. los gestos con que cogía la plancha, la guiaba y la volvía a dejar, y luego doblaba y apartaba las prendas, eran lentos y concentrados, y se movía, se encorvaba y se incorporaba con la misma lentitud y concentración. sobre su rostro de entonces se han ido depositando en mi imaginación sus rostros ulteriores. cuando la evoco tal como era entonces, la veo sin rostro. tengo que reconstruírselo. frente alta, pómulos altos, ojos azul pálido, labios gruesos y de contorno suave, sin arco en el labio superior, mentón enérgico. un rostro ancho, áspero, de mujer adulta. sé que me pareció hermosa. pero no consigo evocar su hermosura.

El Lector - Bernhard SchlinkDonde viven las historias. Descúbrelo ahora