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Después de marcharse hanna de la ciudad, estuve un tiempo buscándola por todas partes, hasta que me acostumbré a que las tardes carecieran de forma, y hasta que
pude ver un libro y abrirlo sin preguntarme si sería una buena lectura para hanna. pasó un tiempo hasta que mi cuerpo dejó de añorarla; a veces yo mismo me daba cuenta de que mis brazos y mis piernas la buscaban mientras dormía, y mi hermano contó más de una vez en la mesa que yo había llamado en sueños a una tal hanna. también recuerdo haberme pasado clases enteras soñando con ella, pensando sólo en ella. pero luego el sentimiento de culpa que me había atormentado en las primeras semanas se disipó.
empecé a evitar su casa, a tomar otros caminos, y al cabo de medio año mi familia se mudó a otro barrio. no olvidé a hanna, desde luego, pero en algún momento su recuerdo dejó de acompañarme a todas partes. quedó atrás, como queda atrás una ciudad cuando el tren sigue su marcha. está allí, en algún lugar a nuestra espalda, y si hace falta puede uno coger otro tren e ir a asegurarse de que la ciudad todavía sigue allí. pero ¿para qué hacer tal cosa?
mis últimos años en el instituto y los primeros en la universidad los recuerdo como una época feliz, pero al mismo tiempo no tengo gran cosa que contar sobre ellos. fueron años de pocas fatigas; la selectividad no fue un gran obstáculo para mí, y la carrera de derecho, que había escogido por no saber qué otra escoger, tampoco era demasiado difícil; ni me costaba hacer amigos, relacionarme con mujeres o separarme de ellas; nada me parecía difícil. todo era fácil, ligero.
quizá por eso es tan pequeño el bagaje de recuerdos que guardo de aquella
época. ¿o quizá es que lo quiero ver pequeño? también me pregunto si todos esos recuerdos felices son de verdad. cuando profundizo un poco más con el pensamiento, empiezo a recordar bastantes episodios teñidos de vergüenza y dolor. y también es cierto que había conseguido desterrar el recuerdo de hanna, pero no borrarlo. nunca más me dejaría humillar ni humillaría a nadie; nunca más haría sentirse culpable a nadie ni cargaría yo con las culpas; nunca más amaría tanto a una persona como para que me hiciera daño perderla: todas esas cosas no las pensaba claramente por entonces, pero las sentía con toda certeza.
adopté una actitud de fanfarronería y superioridad; me esforzaba por mostrarme como alguien que no se dejaba afectar, conmover ni confundir por nada. no estaba dispuesto a hacer ninguna concesión, y recuerdo que despaché con arrogancia a un profesor que se había dado cuenta de mi actitud y me lo comentó.
también me acuerdo de sophie. poco después de marcharse hanna, a sophie le diagnosticaron tuberculosis. se pasó tres años en el sanatorio y volvió justo cuando yo empezaba a ir a la universidad. se sentía sola y buscaba la compañía de los amigos de antes, y no me resultó difícil metérmela en el bolsillo. después de dormir juntos, se dio cuenta de que en realidad yo no estaba interesado en ella, y se echó a llorar y me dijo:
«¿qué te ha pasado, qué te ha pasado?» y me acuerdo de mi abuelo, que en una de mis últimas visitas antes de su muerte quiso darme su bendición, y le expliqué que yo no creía en esas cosas, que para mí todo eso no tenía ningún valor. se me hace difícil creer que después de comportarme de tal modo pudiera sentirme bien, pero es así. también recuerdo que ante cualquier pequeño gesto de cariño, fuera dirigido a mí o a otra persona, se me hacía un nudo en la garganta. a veces me bastaba con una escena de película.
aquella combinación de cinismo y sensibilidad me parecía sospechosa incluso a mí mismo.

El Lector - Bernhard SchlinkDonde viven las historias. Descúbrelo ahora