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En la noche siguiente me enamoré de ella. me pasé la noche en duermevela, añorándola, soñando con ella, creyendo sentirla a mi lado, hasta que me daba cuenta de que estaba agarrando la almohada o la manta. tenía los labios irritados de tanto besarnos.
mi miembro se ponía tieso una y otra vez, pero no quería masturbarme. no quería volver a hacerlo nunca más. quería estar con ella.
¿me enamoré de ella como premio por haber accedido a acostarse conmigo?
todavía hoy, cuando he pasado la noche con una mujer, tengo siempre la sensación de haber recibido un regalo excepcional y me siento obligado a corresponder a tanto mimo haciendo un esfuerzo por querer a la mujer y por plantarle cara al mundo.
uno de mis pocos recuerdos diáfanos de la primera infancia es de una mañana de invierno, cuando tenía cuatro años. la habitación en la que dormía por entonces no tenía calefacción, y solía hacer mucho frío por la noche y a primera hora de la mañana. me acuerdo de la calidez de la cocina y de la ardiente cocina de carbón, un macizo armatoste metálico con una pileta siempre llena de agua caliente, y en cuyo interior veía quemarse el carbón cuando mi madre, con ayuda de un garfio, levantaba las placas y los aros de los fogones. mi madre acercó una silla a la cocina de carbón, me puso de pie sobre ella y empezó a lavarme y a vestirme. me acuerdo de la deliciosa sensación de calidez y del placer que me producía que mi madre me lavara y me vistiera en medio de aquella calidez. cada vez que me acordaba de aquella escena, me preguntaba por qué mi madre me había mimado de tal modo aquel día. ¿quizá estaba enfermo? ¿les habían dado a mis hermanos algo que no me habían dado a mí? ¿me esperaba aquel día algún trance desagradable o difícil?
y como la mujer que en mis pensamientos no tenía nombre me había mimado tanto aquella tarde, sentí que tenía que pagar por ello y decidí volver al colegio al día siguiente. había otra razón: tenía ganas de exhibir la patente de virilidad que acababa de adquirir. no era que quisiera fanfarronear. pero me sentía superior y sobrado de fuerzas, y tenía ganas de enfrentarme a mis compañeros y profesores con aquella fuerza y aquella superioridad. además, aunque no habíamos hablado de ello, sabía que ella era revisora del tranvía, y por lo tanto debía de trabajar muchas veces hasta bien entrada la tarde o quizá la noche. ¿y cómo iba a poder verla cada día si me quedaba en casa y sólo salía para dar mis paseos de convaleciente?
cuando volví a casa después de estar con ella, mis padres y hermanos ya estaban cenando.
—¿Éstas son horas de llegar? tu madre estaba ya inquieta.
mi padre parecía más enfadado que preocupado.
dije que me había perdido, que había salido con la intención de dar un paseo hasta molkenkur, pasando por el cementerio, pero que luego había estado extraviado durante un buen rato, hasta llegar finalmente a nussloch.
—como no tenía dinero, he tenido que volver de nussloch andando.
—podías haber hecho autoestop. mi hermana pequeña hacía autoestop de vez en cuando, algo que mis padres no aprobaban.
mi hermano mayor resopló con menosprecio.
—molkenkur y nussloch están en direcciones opuestas.
mi hermana mayor me miró inquisitiva.
—mañana vuelvo al colegio.
—pues a ver si pones atención en la clase de geografía. hay una cosa que se llama sur y otra que se llama norte, y el sol sale por...
mi madre interrumpió a mi hermano.
—el médico dijo que tres semanas más.
—si es capaz de ir a pie hasta nussloch pasando por el cementerio y volver a
casa, también puede ir al colegio. lo que le falta no son fuerzas, sino inteligencia.
de pequeños, mi hermano y yo siempre estábamos pegándonos, y luego empezamos a hacernos la guerra verbalmente. Él tenía tres años más que yo y me superaba en los dos terrenos. en algún momento dejé de replicarle y empecé a hacer oídos sordos a sus pullas. desde entonces se limitaba a refunfuñar.
—¿y tú qué dices?
mi madre se dirigía a mi padre. Él dejó el cuchillo y el tenedor en el plato, se recostó hacia atrás y juntó las manos entre los muslos. se quedó callado y pensativo, como siempre que mi madre le preguntaba algo que tuviera que ver con los niños o con la casa. y, como siempre, yo me pregunté si de verdad estaba pensando en la pregunta de mi madre o sólo pensaba en su trabajo. quizá intentara honestamente reflexionar sobre lo que le había dicho mi madre, pero, una vez puesto a pensar, se le iba la mente al trabajo.
era catedrático de filosofía, y pensar era su vida: pensar, leer, escribir y enseñar.
a veces me daba la sensación de que nosotros, su familia, éramos para él como animales domésticos. el perro que se saca a pasear, el gato con el que se juega, y también el gato que se acurruca en el regazo y ronronea y se deja acariciar, pueden despertar afecto, en cierto modo pueden hacerse hasta necesarios, y sin embargo puede
ser un engorro comprarles la comida, limpiar lo que ensucian y llevarlos al veterinario.
puede ser que la vida verdadera esté en otro sitio, muy lejos de ahí. me habría gustado que su vida fuéramos nosotros, su familia. a veces también me habría gustado que mi hermano no fuera tan refunfuñón ni mi hermana pequeña tan descarada. pero, llegada la noche, de repente me daba cuenta de que los quería muchísimo a todos. mi hermana pequeña. seguramente no era fácil ser la más pequeña de cuatro hermanos, y para afirmarse como persona necesitaba un cierto grado de descaro. mi hermano mayor.
compartíamos habitación, lo cual sin duda se le hacía más pesado a él que a mí, y además, desde que me había puesto enfermo, yo dormía solo en la habitación, mientras él tenía que conformarse con el sofá del comedor. ¿cómo no iba a refunfuñar? mi padre.
¿dónde estaba escrito que sus hijos tenían que ser lo más importante de su vida?
además, íbamos creciendo, y cualquier día tendríamos edad de irnos de casa.
tuve la impresión de que era la última vez que nos sentábamos todos juntos a la gran mesa redonda, bajo la gran lámpara de latón de cinco brazos y cinco bombillas, que era la última vez que comíamos en los viejos platos decorados con zarcillos verdes en el borde, que era la última vez que hablábamos con tanta familiaridad. me pareció estar viviendo una despedida. todavía estaba allí, pero ya me había ido. añoraba a mi madre, a mi padre y a mis hermanos, y al mismo tiempo anhelaba a una mujer.
mi padre me miró.
—dices que quieres volver mañana mismo al instituto, ¿verdad?
—sí.
vi que se había dado cuenta de que me había dirigido a él y no a mi madre, y también de que yo no estaba dispuesto a reconsiderar mi decisión.
asintió con la cabeza.
—pues si quieres, adelante. y si ves que no puedes, te quedas en casa otra vez.
me sentí feliz. y al mismo tiempo tuve la sensación de que en ese momento la despedida ya se había producido.

El Lector - Bernhard SchlinkDonde viven las historias. Descúbrelo ahora