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Ocho días después volvía a estar delante de su puerta.
Me había pasado una semana intentando no pensar en ella. pero no tenía nada que me colmara o me distrajera; el médico todavía no me dejaba ir al colegio; después de pasarme meses leyendo, los libros me hastiaban, y unos cuantos amigos venían a verme, pero yo había estado tanto tiempo enfermo que sus visitas no servían ya de puente entre su realidad cotidiana y la mía, y cada vez eran más breves. el médico me había recomendado salir a pasear, cada día un poco más lejos, sin cansarme. pero lo que estaba necesitando era precisamente cansarme un poco.
¡extraño hechizo el de la enfermedad cuando se es niño o adolescente! los ruidos del mundo exterior, del ocio en el patio o en el jardín, o en la calle, penetran amortiguados en la habitación del enfermo. y dentro de ella florece el mundo de las historias y los personajes de las lecturas. la fiebre, que debilita la percepción y aguza la fantasía, convierte la habitación del enfermo en un espacio nuevo, familiar y ajeno a un tiempo; los dibujos de la cortina o el papel pintado degeneran en monstruos, y las sillas, mesas, estanterías y armarios se transforman en montañas, edificios o barcos, al alcance de la mano y al mismo tiempo remotos. durante las largas horas nocturnas, acompañan al enfermo las campanadas del reloj de la iglesia, el rugido de los coches que pasan de vez en cuando y el reflejo de sus faros, que rozan las paredes y el techo. son horas sin sueño, pero no horas de insomnio; no son horas de escasez, sino de abundancia. la combinación de anhelos, recuerdos, miedos y deseos se organiza en laberintos en los que el enfermo se pierde y se descubre y se vuelve a perder. son horas en las que todo es posible, tanto lo bueno como lo malo.
todo eso va desvaneciéndose a medida que el enfermo mejora. pero si la enfermedad ha durado lo bastante, la habitación queda impregnada, y el convaleciente, aunque ya no tenga fiebre, sigue perdido en el laberinto.
cada mañana me despertaba con mala conciencia, a veces con el pantalón del pijama húmedo o manchado. las imágenes y escenas con las que soñaba no estaban bien. yo sabía que ni mi madre ni el cura que me había preparado para la confirmación, y al que yo tenía en gran estima, ni mi hermana mayor, a la que había confiado los secretos de mi infancia, me regañarían por ello. pero me amonestarían de una manera cariñosa y solícita, que sería peor que una regañina. lo más grave era que a veces no me limitaba a soñar pasivamente con aquellas imágenes y escenas, sino que las vivía activamente en mi fantasía.
no sé de dónde saqué el valor para volver a casa de frau schmitz. ¿quizá la educación moralizante se revolvía de algún modo contra sí misma? si la mirada concupiscente era por sí misma tan mala como la satisfacción del deseo, y la fantasía activa tanto como el hecho en sí mismo, entonces, ¿por qué negarse a la satisfacción y al hecho? día a día constataba que no podía alejar de mí aquellas ideas pecaminosas. hasta que llegó un momento en que deseé el pecado.
había otra consideración. ir allí podía resultar peligroso. pero en realidad era imposible que el peligro se materializase. frau schmitz me saludaría sorprendida, me escucharía mientras le daba explicaciones por mi extraño comportamiento y me
despediría amablemente. era mucho más peligroso no ir: corría peligro de no poder sacudirme mis fantasías. así que, si decidía ir, actuaría correctamente. ella se comportaría con normalidad, yo me comportaría con normalidad, y todo volvería a ser tan normal como siempre. Ésas eran mis cavilaciones; convertí mi deseo en factor de un extraño cálculo moral y así acallé mi mala conciencia. pero eso no me daba el valor que necesitaba para plantarme delante de frau schmitz. una cosa era convencerme a mí mismo de que, bien mirado, mi madre, aquel cura tan simpático y mi hermana mayor no sólo no me retendrían, sino que me animarían a dar el paso, y otra muy distinta presentarme de verdad en casa de frau schmitz. no sé por qué lo hice. pero en lo que sucedió en aquellos días reconozco hoy el mismo esquema por medio del cual el pensamiento y la acción se han conjuntado o han divergido durante toda mi vida. pienso, llego a una conclusión, la conclusión cristaliza en una decisión, y entonces me doy cuenta de que la acción es algo aparte, algo que puede seguir a la decisión, pero no necesariamente. a lo largo de mi vida, he hecho muchas veces cosas que era incapaz de decidirme a hacer y he dejado de hacer otras que había decidido firmemente. hay algo en mí, sea lo que sea, que actúa; algo que se pone en camino para ir a ver a una mujer a la que no quiero volver a ver más, que le hace a un superior un comentario que me puede costar la cabeza, que sigue fumando aunque yo he resuelto dejar de fumar, y deja de fumar cuando yo me he resignado a ser fumador para el resto de mis días. no quiero decir que el pensamiento y la decisión no influyan para nada en la acción. pero la acción no se limita a llevar a cabo lo que he pensado y decidido previamente. surge de una fuente propia, y es tan independiente como lo es mi pensamiento y lo son mis decisiones.

El Lector - Bernhard SchlinkDonde viven las historias. Descúbrelo ahora