En los días siguientes, la mujer tuvo turno de mañana. llegaba a casa a las doce, y yo me saltaba cada día la última hora de clase para esperarla en su rellano. nos duchábamos y hacíamos el amor, y poco antes de la una y media yo me vestía rápidamente y echaba a correr. en casa se comía a la una y media. los domingos se comía a las doce, pero ella también empezaba y acababa el turno más temprano.
yo muchas veces habría preferido que no nos ducháramos. pero ella era de una limpieza exasperante; se duchaba cada día al levantarse, y a mí me gustaba el olor que traía del trabajo: a perfume, a sudor fresco y a tranvía. pero también me gustaba su cuerpo mojado y enjabonado; me gustaba que me enjabonase y enjabonarla a ella, y ella me enseñaba a hacerlo sin vergüenza, con naturalidad, con posesiva minuciosidad.
también cuando hacíamos el amor ella tomaba posesión de mí con toda naturalidad. su boca buscaba la mía, su lengua jugaba con la mía, me decía dónde y cómo quería que la tocase, y cuando me cabalgaba hasta el orgasmo, yo sólo estaba allí para darle placer, no para compartirlo. no es que no fuera tierna y no me diera placer a mí también. pero lo hacía por pura diversión, para jugar. hasta que aprendí yo también a tomar posesión de ella.
eso fue más tarde. y nunca llegué a aprenderlo del todo. de hecho, durante mucho tiempo no lo necesité. era joven y no tardaba en tener un orgasmo, y luego, cuando lentamente volvía a la vida, me gustaba que ella me poseyera. la miraba cuando la tenía encima, veía su vientre, en el que se dibujaba un profundo surco sobre el ombligo, sus pechos, el derecho ligeramente más grande que el izquierdo, su cara, con la boca abierta.
apoyaba las manos en mi pecho y en el último momento las levantaba bruscamente, se agarraba la cabeza y emitía un grito sordo, gimoteante, gorgoteante, que la primera vez me asustó y que luego empecé a esperar ansiosamente.
después quedábamos agotados. muchas veces se dormía encima de mí. se oía la sierra en el patio y los gritos de los obreros que la manejaban, más ruidosos aún que ella.
cada vez que la sierra enmudecía, llegaba débilmente a la cocina el rumor del tráfico de labahnhofstrasse. cuando oía gritos de niños jugando, sabía que era la hora de la salida del colegio, es decir, que ya habían dado la una. el vecino que llegaba a su casa para comer echaba alpiste en el balcón, y se oía a las palomas aterrizar en él y arrullar.
—¿cómo te llamas? —le pregunté el sexto o séptimo día. se había dormido encima de mí y acababa de despertarse. hasta entonces, yo había evitado tener que llamarla por su nombre, y también llamarla de tú o de usted.
—¿para qué quieres saberlo? —replicó, mirándome con desconfianza.
—tú y yo... sé tu apellido, pero tu nombre no. quiero saber cómo te llamas. ¿qué
tiene de...?
se rió.
—nada, chiquillo, no tiene nada de malo. me llamo hanna.
siguió riéndose sin parar, hasta contagiarme. —has puesto una cara tan rara...
—es que estaba medio dormida. ¿y tú cómo te llamas?
yo pensaba que ella ya lo sabía. por entonces estaba de moda no usar macuto y llevar los libros debajo del brazo, y cuando los dejaba encima de la mesa de la cocina, se veía claramente mi nombre en las libretas y libros, forrados con papel de embalar sobre el que yo pegaba una etiqueta con el título del libro y mi nombre. pero ella no se había fijado.
—me llamo michael berg.
—michael, michael, michael —dijo, buscando los matices del nombre—. mi niño se llama michael, va a la universidad...
—al instituto.
—... va al instituto, y de mayor quiere ser un gran... —vaciló.
—no sé lo que quiero ser de mayor.
—pero eres buen estudiante.
—bueno, yo no diría tanto...
le dije que para mí ella era más importante que los estudios y el colegio. que me gustaría estar más tiempo con ella.
—de todos modos, voy a perder el año.
—¿vas a perder un año? ¿qué año?
se incorporó. era la primera vez que teníamos una conversación en serio.
—sexto de bachillerato. con lo de la enfermedad he perdido varios meses. para sacar el curso, tendría que estudiar tanto que me volvería imbécil. ahora mismo, por ejemplo, tendría que estar en el colegio.
le conté lo de mis novillos.
—fuera —dijo retirando el edredón—. fuera de mi cama. y no vuelvas hasta que te pongas a estudiar. ¿dices que ir al colegio es para imbéciles? ¿para imbéciles? ¡pero qué sabrás tú! ¿tú sabes lo que es pasarse el día vendiendo billetes de tranvía?
se puso de pie, desnuda en medio de la cocina, y empezó a hacer de revisora. abrió con la mano izquierda la carterita en la que llevaba los talonarios de billetes, arrancó
dos billetes con el dedo pulgar de la misma mano —enfundado en un dedal de goma—,
balanceó la mano derecha para agarrar la perforadora que le colgaba de la muñeca y la pulsó dos veces.
—dos a rohrbach.
soltó la perforadora, extendió la mano, cogió unas monedas, abrió el monedero que llevaba colgado sobre el vientre, metió las monedas dentro, cerró el monedero y devolvió el cambio sacándolo del distribuidor de monedas fijado al monedero.
—billetes, por favor...
me miró.
—¿para imbéciles? no tienes ni idea.
yo estaba sentado al borde de la cama. me sentía aturdido. —vale, lo siento. me pondré a estudiar. no sé si en seis semanas voy a poder sacar el curso. voy a intentarlo. pero si no me dejas verte más, no podré. te...
iba a decir «te quiero». pero cambié de idea. quizá ella tuviera razón, seguro que tenía razón. pero no tenía derecho a exigirme que estudiara más y a amenazarme con dejar de vernos.
—te quiero ver cada día.
el reloj del recibidor tocó la una y media.
—tienes que irte.
se quedó callada un momento.
—mañana empiezo el turno de día. salgo a las cinco y media. si quieres, puedes venir a casa. pero sólo si te pones a estudiar.
estábamos de pie el uno frente al otro, desnudos, pero ella me parecía todavía más dura que si llevase uniforme. yo no comprendía la situación. ¿lo hace por mí?, me pregunté, ¿o por ella? ¿se ha ofendido porque he dicho que lo que hago es para imbéciles, y entonces lo suyo es más imbécil todavía? pero yo no había dicho que ninguna de las dos cosas fuera para imbéciles. ¿o quizá no quería tener como amante a un inútil? pero ¿acaso yo era su amante? ¿qué era yo para ella? me vestí lo más despacio que pude, esperando que dijera algo. pero no dijo nada. cuando acabé de vestirme, ella estaba todavía allí de pie, desnuda, y cuando la abracé para despedirme, ni se inmutó.
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El Lector - Bernhard Schlink
RomantizmEl tema es el holocausto y la forma en la que han de ser juzgados los culpables, y plantea por ello un dilema moral. Al mismo tiempo, trata del conflicto generacional de la posguerra, sobre todo en la descripción de la relación del personaje princip...