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No me perdí ni un solo día del juicio. los otros estudiantes no lo entendían. al catedrático, en cambio, le parecía estupendo que uno de nosotros se encargara de informar al siguiente grupo de lo que había visto y oído el grupo anterior.
hanna sólo miró una vez hacia el público y hacia mí. normalmente, tras entrar en la sala acompañada de una agente de policía y ocupar su asiento, fijaba la vista en los bancos del tribunal y ya no la apartaba de allí. aquello producía una impresión de arrogancia, igual que el hecho de que nunca hablase con las otras acusadas y apenas cruzase palabra con su abogado. las otras acusadas, todo hay que decirlo, iban hablando también cada vez menos entre sí a medida que avanzaba el proceso. durante las pausas se juntaban con sus parientes y amigos, y por la mañana, cuando los veían entre el público, les hacían gestos y les llamaban. durante las pausas, hanna se quedaba sentada en su asiento.
así que yo siempre la veía de espaldas. veía su cabeza, su nuca, sus hombros.
leía su cabeza, su nuca, sus hombros. cuando hablaban de ella, erguía la cabeza aún más que de costumbre. cuando creía que la trataban injustamente, la calumniaban o la atacaban, y sentía el deseo imperioso de replicar, echaba los hombros hacia adelante, y su nuca se hinchaba, haciendo resaltar la musculatura. sus réplicas siempre eran en vano, y siempre acababa dejando caer los hombros. nunca se encogía de hombros ni meneaba la cabeza en gesto de desaprobación. estaba demasiado tensa como para permitirse ligerezas de ese tipo. tampoco se permitía torcer la cabeza, dejarla caer o apoyarla en una mano. parecía congelada. estar sentado así tenía que ser por fuerza doloroso.
a veces algún mechón de pelo se escapaba del rígido moño, se rizaba, quedaba colgando y se balanceaba acariciando la nuca, movido por la corriente de aire. a veces hanna llevaba un vestido lo suficientemente escotado para que se viera el lunar de la parte superior del hombro izquierdo. entonces yo me recordaba soplando levemente los pelos de aquella nuca y besando aquella nuca y aquel lunar. pero la memoria se limitaba a constatar. no sentía nada.
durante las semanas que duró el juicio, no sentí nada; tenía los sentimientos embotados. a veces intentaba provocarlos: me esforzaba por imaginarme a hanna con toda claridad haciendo las cosas de las que la acusaban, o evocaba los momentos que el pelo de su nuca y el lunar de su hombro me traían a la memoria. era como cuando la mano pellizca un brazo adormecido por la anestesia. el brazo no sabe que la mano lo está pellizcando, la mano sí sabe que está pellizcando el brazo, y en el primer momento el cerebro no consigue diferenciar ambas cosas. pero en el momento siguiente ya las diferencia. quizá la mano ha pellizcado tan fuerte que la zona queda lívida durante unos
instantes. luego la sangre vuelve, y la zona recupera su color. pero sigue siendo insensible.
¿quién me había puesto la anestesia? ¿quizá yo mismo, sabiendo que para
aguantar aquello necesitaba un cierto grado de aturdimiento? ese estado me acompañaba también a la salida del palacio de justicia, y me sugería que era otra persona la que había amado y deseado a hanna, alguien a quien yo conocía bien, pero que no era yo. y no sólo eso: en todos los demás aspectos también me sentía fuera de mí mismo. me observaba,
me veía funcionar en la universidad y en la relación con mi familia y con mis amigos, pero en mi interior no me sentía implicado.
al cabo de un tiempo creí observar también en otras personas un estado de aturdimiento semejante. no en los abogados, que mantuvieron durante todo el juicio su aire insolente y pendenciero, su puntillosa acritud, incluso su ruidoso e impertinente cinismo, según cuál fuera su temperamento personal y político. el juicio los dejaba agotados, y por la tarde se les veía más cansados, o a veces más irritables. pero por la noche reparaban energías o se envalentonaban, y a la mañana siguiente bramaban o chirriaban igual que lo habían hecho el día anterior. los fiscales procuraban no quedarse atrás y demostrar día tras día el mismo grado de combatividad. pero no lo conseguían, primero porque el objeto y los resultados del juicio les horrorizaban demasiado, y luego porque el aturdimiento empezaba a hacer efecto también en ellos. quienes daban muestras más claras de sufrirlo eran los jueces y los jurados. en las primeras semanas del juicio, los horrores que se narraban o confirmaban, a veces con lágrimas, a veces con voz entrecortada, a veces con atormentamiento o trastorno, producían en ellos una visible
perturbación o les parecían inconcebibles. pero luego las caras recuperaron su expresión normal, y unos y otros empezaron a susurrarse cosas al oído con una sonrisa o a mostrar amagos de impaciencia cuando un testigo se iba un poco por las ramas. al mencionarse la posibilidad de viajar a israel para tomar declaración a una testigo, se notó que el viaje les ilusionaba. los que siempre acababan horrorizados eran mis compañeros de curso.
cada grupo venía sólo una vez a la semana, y cada vez vivían la irrupción del horror en la vida cotidiana. yo, presente en las sesiones día tras día, observaba sus reacciones con distanciamiento.
como el interno de un campo de exterminio que, tras sobrevivir mes a mes, se acostumbra a la situación y observa con indiferencia el espanto de los que acaban de llegar. que lo observa con el mismo estado de embrutecimiento con que percibe el asesinato y la muerte. todos los supervivientes que han narrado por escrito sus experiencias hablan de ese embrutecimiento, en el que las funciones de la vida quedan
reducidas a su mínima expresión, el comportamiento se vuelve indiferente y desaparecen los escrúpulos, y el gaseo y la cremación se convierten en hechos cotidianos. también los criminales, en sus escasos relatos, presentan las cámaras de gas y los hornos crematorios como su entorno de cada día, y ellos mismos se pintan reducidos a unas pocas funciones, como embrutecidos o embriagados en su falta de escrúpulos y su indiferencia, en su embotamiento. las acusadas me parecían presas todavía, y para siempre, de ese embrutecimiento, como petrificadas en él.
ya por entonces, cuando me llamaba la atención ese aturdimiento, y
especialmente el hecho de que no afectara sólo a los criminales y a las víctimas, sino también a nosotros —los jueces, jurados, fiscales o meros espectadores encargados de levantar acta, involucrados a posteriori—, cuando comparaba entre sí a los criminales, las víctimas, los muertos, los vivos, los supervivientes y los nacidos más tarde, no me sentía bien, ni me siento bien ahora tampoco. ¿es lícito hacer tales comparaciones? cuando,
conversando con alguien, intentaba establecer comparaciones de ese tipo, siempre me curaba en salud recalcando que no pretendía relativizar la diferencia entre haber sido forzado a entrar en el mundo de los campos de exterminio o haber entrado en él voluntariamente, entre haber sufrido o haber hecho sufrir, sino que, al contrarío, la diferencia me parecía de enorme importancia y totalmente decisiva. pero la reacción de mis interlocutores siempre era de extrañeza o indignación, por más que me anticipara a su réplica con esas explicaciones.al mismo tiempo me pregunto algo que ya por entonces empecé a preguntarme:
¿cómo debía interpretar mi generación, la de los nacidos más tarde, la información que
recibíamos sobre los horrores del exterminio de los judíos? no podemos aspirar a comprender lo que en sí es incomprensible, ni tenemos derecho a comparar lo que en sí es incomparable, ni a hacer preguntas, porque el que pregunta, aunque no ponga en duda el horror, sí lo hace objeto de comunicación, en lugar de asumirlo como algo ante lo que sólo se puede enmudecer, presa del espanto, la vergüenza y la culpabilidad. ¿es ése nuestro destino: enmudecer presa del espanto, la vergüenza y la culpabilidad? ¿con qué fin? no es que hubiera perdido el entusiasmo por revisar y esclarecer con el que había tomado parte en el seminario y en el juicio; sólo me pregunto si las cosas debían ser así:
unos pocos condenados y castigados, y nosotros, la generación siguiente, enmudecida por el espanto, la vergüenza y la culpabilidad.

El Lector - Bernhard SchlinkDonde viven las historias. Descúbrelo ahora