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—Espera un momento —dijo cuando me levanté para irme—. yo también tengo que salir, te acompaño un trozo.
Esperé en el recibidor. ella se quedó en la cocina para cambiarse. la puerta estaba entornada. se quitó el delantal y se quedó sólo con una combinación verde claro. sobre el respaldo de la silla colgaban dos medias. cogió una y la enrolló con rápidos movimientos de las dos manos. se puso en equilibrio sobre una pierna, apoyó sobre la rodilla la punta del pie de la otra, se echó hacia adelante, metió la punta del pie en la media enrollada, la apoyó sobre la silla, se subió la media por la pantorrilla, la rodilla y el muslo, se inclinó a un lado y sujetó la media con el liguero. se incorporó, quitó el pie de la silla y cogió la otra media.
yo no podía apartar la vista de ella. de su nuca y de sus hombros, de sus pechos, que la combinación realzaba más que ocultaba, de sus nalgas, que se apretaron contra la combinación cuando ella apoyó el pie sobre la rodilla y lo puso sobre la silla, de su pierna, primero desnuda y pálida y luego envuelta en el brillo sedoso de la media.
se dio cuenta de que la estaba mirando. se detuvo en el momento en que iba a coger la otra media, se volvió hacia la puerta y me miró a los ojos. no recuerdo qué había en su mirada: sorpresa, pregunta, comprensión, reproche. enrojecí. por un instante me quedé inmóvil; me ardía la cara. luego no pude soportarlo más y salí corriendo del piso.
me lancé escalera abajo y llegué a la calle.
me puse a caminar despacio. bahnhofstrasse, häusserstrasse, blumenstrasse: mi camino de vuelta de la escuela desde hacía tantos años. conocía todas las casas, todos los jardines y todas las vallas: las que cada año recibían una capa de pintura, las que tenían la madera tan gris y podrida que se hundía al apretarla con el dedo; las verjas metálicas, junto a las cuales de pequeño pasaba corriendo, mientras hacía chocar un palo contra los barrotes, y la alta pared de ladrillo tras la que mi imaginación había supuesto maravillas y horrores, hasta que pude trepar a lo alto y vi las aburridas hileras abandonadas de flores, arbustos y hortalizas. conocía el adoquinado y la capa de alquitrán de la calzada, y la alternancia entre placas, piedras de basalto onduladas, alquitrán y grava en la acera. todo me resultaba familiar. cuando el corazón empezó a latirme más despacio y dejó de arderme la cara, aquel encuentro entre la cocina y el recibidor ya estaba lejos. me enfadé. había echado a correr como un niño, en lugar de reaccionar con la madurez que esperaba de mí mismo. ya no tenía nueve años sino quince. eso sí, no podía siquiera imaginarme en qué habría consistido una reacción madura. el otro enigma era el encuentro mismo, allí entre la cocina y el pasillo. ¿por qué no había podido apartar la vista? ella tenía un cuerpo muy robusto y muy femenino, más exuberante que el de las chicas que me gustaban y a las que a veces me quedaba mirando. estaba seguro de que jamás me habría llamado la atención si la hubiera visto en la piscina. y tampoco la había visto más desnuda que a las chicas de la piscina. además, era mucho mayor que las chicas con las que yo soñaba. ¿más de treinta años, quizá? es difícil adivinar una edad a la que aún no se ha llegado ni se está a punto de llegar.años más tarde comprendí que lo que había cautivado mi mirada no había sido su figura, sino sus posturas y sus movimientos. durante un tiempo, cada vez que tenía novia le pedía que se pusiera medias, pero no me apetecía explicar el motivo de mi ruego, revelar el enigma de aquel encuentro entre la cocina y el pasillo. así, todas entendieron mi ruego como un capricho, una afición a la ropa interior picante, una extravagancia erótica, y cuando complacían mi deseo, se deshacían en poses coquetas. y no era eso lo que había cautivado mi mirada. ella no posaba, no coqueteaba. tampoco recuerdo que lo hiciera ninguna otra vez. recuerdo que su cuerpo, sus posturas y sus movimientos me parecían a veces torpes. no es que fuera torpe. más bien parecía que se recogiera en el interior de su cuerpo, que lo abandonara a sí mismo y a su propio ritmo pausado, indiferente a los mandatos de la cabeza, y olvidara el mundo exterior. fue ese mismo olvido del mundo lo que vi en sus posturas y movimientos al ponerse las medias. pero entonces no era torpe, sino fluida, graciosa, seductora; una seducción que no emanaba de los pechos, las piernas y las nalgas, sino que era una invitación a olvidar el mundo dentro del cuerpo.
yo por aquel entonces no sabía esas cosas; tampoco estoy seguro de saberlas ahora, de no estar inventándomelas. pero lo cierto es que entonces, al pensar en lo que me había excitado tanto, volvía a excitarme. para resolver el enigma, traía a mi memoria el encuentro, y la distancia que había creado al convertirlo en enigma se disolvía. volvía a verlo todo ante mí y de nuevo no podía apartar la vista.

El Lector - Bernhard SchlinkDonde viven las historias. Descúbrelo ahora