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El primer día de las vacaciones de pascua me levanté a las cuatro. hanna tenía turno de día. a las cuatro y cuarto cogía la bicicleta y se iba a las cocheras del tranvía, y a las cuatro y media salía con el primer tranvía hacia schwetzingen. me había contado que en el viaje de ida el tranvía solía ir vacío. no se llenaba hasta el viaje de vuelta.
me subí en la segunda parada. el segundo vagón iba vacío, y en el primero estaba hanna al lado del conductor. dudé si sentarme en el vagón delantero o en el trasero, y me decidí por este último. prometía más intimidad, un abrazo, un beso. pero hanna no vino.
por fuerza tuvo que verme esperando en la parada y subiendo al tranvía. al fin y al cabo, el conductor había parado para que yo subiera. pero ella se quedó de pie junto a él, hablando y bromeando. lo veía perfectamente.
el tranvía pasaba sin detenerse por todas las paradas, una tras otra. no había nadie esperando. las calles estaban vacías. todavía no había salido el sol, y bajo el cielo blanco todo estaba cubierto de una luz pálida: las casas, los coches aparcados, los árboles cargados de hojas verdes y los arbustos florecientes, el depósito del gas y, a lo lejos, las montañas. el tranvía avanzaba despacio, seguramente porque el horario estaba hecho teniendo en cuenta los tiempos de parada, y el conductor tenía que reducir la velocidad para no llegar a destino antes de hora. me sentí encerrado en aquel lento tranvía en marcha. al principio me quedé sentado, pero luego me puse de pie e intenté fijar la vista en hanna, para que se diera cuenta de que la estaba mirando por detrás. al cabo de un rato se dio la vuelta y me miró como sin querer. y siguió hablando con el conductor. el viaje continuó. pasado eppelheim, los raíles no discurrían ya por en medio de la calzada, sino por un terraplén paralelo a la carretera. el tranvía cogió más velocidad, y ahora avanzaba con el traqueteo propio de un tren. yo sabía que el recorrido pasaba por varios pueblos hasta acabar en schwetzingen. pero me sentía excluido, expulsado del mundo normal en el que la gente vivía, trabajaba y amaba. como si estuviera condenado a un viaje sin rumbo ni final a bordo de un tranvía vacío.
luego vi una parada con marquesina, en pleno campo. tiré del cable con el que los revisores indican al conductor que debe parar o que ya puede reemprender la marcha. el tranvía se detuvo. ni hanna ni el conductor me miraron al sonar el timbre. cuando bajé, me pareció que me miraban burlándose. pero no estaba seguro. luego el tranvía siguió su camino, y yo lo seguí con la vista hasta que desapareció, primero en una hondonada y luego detrás de una colina. me encontraba entre la vía y la carretera, rodeado de huertos y frutales; más allá había un vivero con invernaderos. el aire era fresco y estaba lleno de trinos de pájaros. el cielo blanco se teñía de rosa por encima de las montañas.
el viaje en tranvía había sido como una pesadilla. y si no recordara con tanta claridad lo que pasó después, cedería a la tentación de creer que de verdad fue una pesadilla. encontrarme de repente en la parada, oír los pájaros y ver salir el sol fue como despertar. pero el final de una pesadilla no siempre significa un alivio. puede ser que al despertar se dé uno cuenta de lo terrible que era lo que estaba soñando, quizá incluso de la terrible verdad que le ha revelado el sueño. me puse en camino en dirección a casa, llorando a lágrima viva, y no pude parar de llorar hasta llegar a eppelheim.
volví a casa a pie. intenté hacer autoestop, sin éxito. cuando ya había recorrido la mitad del camino, pasó el tranvía. iba lleno y no vi a hanna.
a las doce estaba esperándola en su rellano, con el ánimo triste, atemorizado y furioso.
—¿otra vez haciendo novillos?
—estoy de vacaciones. oye, ¿qué ha pasado esta mañana?
ella abrió la puerta y la seguí hasta la cocina.
—¿cómo que qué ha pasado esta mañana?
—¿por qué has hecho como si no me conocieras? sólo quería...
—¿o sea que yo he hecho como si no te conociera? se dio la vuelta y me miró fríamente a la cara.
—has sido tú el que se ha hecho el despistado. cómo se te ocurre subir al segundo vagón, si has visto claramente que yo estaba en el primero...
—¿y por qué crees que el primer día de vacaciones se me ocurre coger el tranvía de schwetzingen a las cuatro y media de la mañana? si no te das cuenta de que era para darte una sorpresa, es que estás ciega. pensaba que te haría gracia. he subido al segundo vagón porque...
—pobrecito. levantarse a las cuatro y media, y encima en vacaciones.
nunca la había visto tan irónica. meneó la cabeza.
—y yo qué sé por qué querías ir a schwetzingen. yo qué sé por qué haces como si no me conocieras. es problema tuyo, no mío. ¿y ahora puedes irte, si eres tan amable?
no puedo describir lo furioso que me sentí.
—esto no es justo, hanna. sabías muy bien, tenías que saber, que sólo he cogido el tranvía por ti. ¿cómo puedes creer que he hecho como si no te conociera? si no hubiera
querido verte, no habría cogido el tranvía.
—mira, déjame en paz. ya te he dicho que lo que hagas es problema tuyo, no mío.
se había colocado de manera que la mesa de la cocina quedara entre los dos, y su mirada, su voz y sus gestos me trataban como a un intruso, me estaban echando de allí.
me senté en el sofá. ella se había portado mal conmigo y yo había ido a pedirle explicaciones. pero ni siquiera había conseguido explicarme yo mismo. es más, era ella la que me atacaba a mí. y empecé a dudar. ¿quizá ella tenía razón, no objetivamente, pero sí desde su punto de vista? ¿era posible, era quizá inevitable que me hubiera malinterpretado? ¿quizá el episodio del tranvía le había dolido, aunque no fuera ésa mi intención, sino todo lo contrario, le había dolido realmente?
—lo siento, hanna. ha salido todo al revés. no quería ofenderte, pero parece que...
—¿parece? ¿o sea que parece que me has ofendido? tú no podrías ofenderme a mí ni aunque quisieras. y ahora, ¿me haces el favor de marcharte? vengo del trabajo y me gustaría darme un baño y descansar un poco.
me miró con gesto imperativo. como no me levantaba, se encogió de hombros, se dio la vuelta, abrió el grifo de la bañera y se desnudó.
entonces me levanté y me fui. pensé que era para siempre. pero al cabo de media hora volvía a estar delante de su puerta. me dejó entrar, y yo cargué sobre mí la culpa de todo. reconocí haber actuado de una manera inconsciente, desconsiderada, egoísta.
comprendía que estuviera ofendida. comprendía que no estuviera ofendida porque yo no podía ofenderla a ella aunque quisiera. comprendía que, aunque no era quién para ofenderla, mi comportamiento había sido intolerable. al final hasta me alegré cuando ella reconoció que lo de la mañana le había dolido, o sea que no le había resultado tan indiferente e insignificante como pretendía.
—¿me perdonas?
asintió con la cabeza.
—¿me quieres?
volvió a asentir.
—la bañera todavía está llena. ven, voy a bañarte.
más adelante me pregunté si había dejado el agua en la bañera porque sabía que volvería. si se había desnudado porque sabía que no podría quitarme su imagen de la cabeza y eso me haría volver. si sólo había querido ganar en un pequeño juego de poder.
cuando acabamos de hacer el amor, tumbados en la cama, le expliqué por qué había subido al segundo vagón en lugar de al primero. y se lo tomó a broma.
—¿hasta en el tranvía quieres acostarte conmigo? ¡ay, chiquillo, chiquillo!
era como si el desencadenante de nuestra disputa no tuviera en realidad ninguna importancia.
pero su resultado sí tuvo importancia. yo no sólo había perdido aquella batalla. tras una breve lucha, había capitulado al amenazarme ella con echarme de su vida, con retirarme su amor. en las semanas siguientes ni siquiera hice un amago de lucha. cada vez que ella me amenazaba, me rendía incondicionalmente a la primera.
cargaba con las culpas de todo. reconocía errores que no había cometido y confesaba intenciones que nunca había albergado. cuando ella se ponía dura y fría, yo le suplicaba que volviera a poner buena cara, que me perdonase, que me quisiera. a veces me daba la sensación de que a ella misma le mortificaba su frialdad y su dureza. como si añorara la calidez de mis disculpas, protestas y súplicas. a veces me daba la sensación de que sólo quería imponerse y basta. pero, fuera como fuera, yo no tenía alternativa.
no podía hablar del asunto con ella. hablar de nuestras discusiones sólo conducía a nuevas discusiones. le escribí una o dos cartas largas. pero ella no reaccionaba, y cuando yo le preguntaba si las había leído, replicaba:
—¿ya empiezas otra vez?

El Lector - Bernhard SchlinkDonde viven las historias. Descúbrelo ahora