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Al día siguiente hanna no estaba. llegué a la hora habitual y llamé al timbre. miré a través del cristal de la puerta; todo estaba como de costumbre y se oía el tictac del reloj.
una vez más me senté en los escalones. al principio siempre estaba informado de los recorridos que le tocaban, aunque nunca volví a subirme al tranvía, ni intenté siquiera ir a buscarla a la salida del trabajo. al cabo de un tiempo dejé de preguntarle, ya no me interesaba. y hasta entonces no me había dado cuenta de ello.
llamé a la compañía de tranvías desde la cabina telefónica de la wilhelmsplatz, y tras hablar con varias personas supe que hanna schmitz no había ido a trabajar aquel día.
volví a la bahnhofstrasse, pregunté en la carpintería del patio por el propietario de la casa y me dieron un nombre y una dirección de kirchheim. me fui para allá.
—¿frau schmitz? se ha ido esta mañana.
—¿y los muebles?
—los muebles no son suyos.
—¿cuánto tiempo hacía que vivía en el piso?
—¿y a usted qué le importa?
la mujer cerró la abertura de la puerta por la que habíamos hablado.
en las oficinas de la compañía de tranvías pregunté por el departamento de personal y al fin conseguí hablar con el responsable, un hombre muy atento, preocupado por el asunto.
—ha llamado esta mañana, con suficiente antelación para que pudiéramos buscar una sustituía, y ha dicho que no vendría más. nunca más —dijo meneando la cabeza—.
hace quince días la tenía aquí sentada donde está usted, y le ofrecí hacer un cursillo para conductora. y ahora lo echa todo por tierra.
hasta al cabo de unos días no se me ocurrió ir al registro civil. se había dado de baja para trasladarse a hamburgo, sin dejar dirección de contacto.
estuve enfermo varios días. hice todo lo posible para disimular delante de mis padres y mis hermanos. en la mesa hablaba un poco y comía otro poco, y cuando me daban náuseas conseguía llegar al lavabo sin que se notase nada. seguí yendo al instituto y a la piscina. allí pasaba las tardes en un rincón apartado, donde nadie me buscaba. mi cuerpo echaba en falta a hanna. pero el sentimiento de culpa era aún peor que el síndrome de abstinencia físico. ¿por qué cuando la vi allí mirándome no me levanté enseguida y eché a correr hacia ella? aquella brevísima escena se convirtió para mí en el símbolo de mi desinterés de los últimos meses, que me había hecho negarla y traicionarla. y ella, para castigarme, se había ido.
a veces intentaba convencerme de que aquella mujer a la que había visto en la piscina no era ella. ¿cómo podía estar seguro de que era hanna, si no se le distinguía bien la cara? si hubiera sido ella, por fuerza la habría reconocido, ¿no? así pues, estaba claro que no podía ser ella.pero sabía muy bien que sí era hanna. ella, de pie, mirándome.
y ahora era demasiado tarde.

El Lector - Bernhard SchlinkDonde viven las historias. Descúbrelo ahora