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La semana siguiente estuve muy atareado. ya no recuerdo si porque tenía poco tiempo para preparar la conferencia que me habían encargado, o fue debido sólo a la presión de trabajo a la que me había sometido a mí mismo, en busca del éxito profesional.
la idea inicial que tenía para la conferencia no llevaba a ninguna parte. cuando me puse a revisarla tropecé con una retahíla de arbitrariedades, en lugar del buen tino y la regularidad que esperaba. en vez de resignarme, seguí buscando, agobiado, con terquedad y miedo, como si con mi visión de la realidad naufragara también la realidad misma, y estaba dispuesto a darles la vuelta a los hechos comprobados, a hincharlos o camuflarlos. entré en un estado de extraña inquietud; conseguía dormirme cuando me iba a la cama tarde, pero al cabo de unas pocas horas me encontraba otra vez despierto, hasta que me decidía a levantarme y seguir leyendo o escribiendo.
hice también todo lo necesario en relación con la puesta en libertad de hanna.
equipé la vivienda con unos cuantos muebles viejos y otros comprados en un hipermercado, anuncié al sastre griego la llegada de hanna y actualicé la información que tenía sobre ofertas sociales y de formación. compré comida, puse libros en la estantería y colgué unos cuantos cuadros. hice ir a un jardinero para que se encargara del pequeño jardín que rodeaba la terraza situada delante de la sala de estar. también esto lo hice con terquedad y agobio; era demasiado para mí.
pero me bastaba para no tener que pensar en mi visita a hanna en la cárcel. sólo a veces, cuando iba en coche o me sentaba cansado al escritorio o estaba en la casa de hanna o despierto en la cama, la idea se apoderaba de mí y hacía emerger los recuerdos.
la veía en el banco, con la mirada fija en mi cara; la veía en la piscina, con la cara girada hacia mí; y tenía de nuevo la sensación de haberla traicionado, y me sentía culpable. y de nuevo me rebelaba contra aquella sensación, y la acusaba a ella, y me parecía pobre y tosco el truco con que se escabullía de su culpa. dejarse pedir cuentas sólo por los muertos, reducir la culpabilidad y el arrepentimiento a un problema de insomnio y pesadillas... ¿y los vivos qué? pero en realidad no estaba pensando en los vivos, sino en mí mismo. ¿acaso yo no podía pedirle cuentas también? ¿qué había hecho ella de mí?
por la tarde, antes de pasar a buscarla, llamé a la cárcel. primero hablé con la directora.
—estoy un poco nerviosa. normalmente, sabe usted, cuando se pone en libertad a alguien después de tantos años, esa persona pasa primero unas cuantas horas o días fuera. pero frau schmitz se ha negado. mañana lo pasará mal.
me pusieron con hanna.
—¿qué te apetece hacer mañana? ¿quieres que te lleve a casa directamente o prefieres ir a dar un paseo por el bosque o por la orilla del río?
—me lo pensaré. sigues siendo un gran planificador ¿eh?
aquello me molestó. me molestó igual que cuando mis novias me decían que me faltaba espontaneidad, que me regía demasiado por el cerebro y muy poco por el estómago.ella detectó mi enfado en mi silencio y se rió.
—no te enfades, chiquillo, no lo decía con mala intención.
había encontrado a hanna sentada en un banco, y era una vieja. tenía aspecto de vieja y olía a vieja. pero no me había fijado en su voz. su voz seguía siendo joven.

El Lector - Bernhard SchlinkDonde viven las historias. Descúbrelo ahora