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En el cuarto año de nuestra relación, al mismo tiempo tan abundante y tan parca en palabras, me llegó un saludo. «la última historia me ha gustado mucho, chiquillo.
gracias. hanna.»
era una hoja de papel pautado, arrancada de un cuaderno y con el borde cuidadosamente recortado. el saludo estaba arriba y ocupaba tres líneas. estaba escrito con un bolígrafo azul que dejaba manchas. hanna lo había empuñado con mucha energía; la escritura se marcaba por el reverso de la hoja. también la dirección estaba escrita con vigor: se marcaba visiblemente en la mitad superior e inferior del papel, que estaba doblado por la mitad.
a primera vista podía parecer que se trataba de la letra de un niño. pero todo lo que la letra de los niños tiene de torpe y desgarbado, ésta lo tenía de violento. se veía la resistencia que hanna había tenido que vencer para formar letras con los trazos y palabras con las letras. la mano infantil siempre intenta escaparse para aquí y para allá, y hay que forzarla a ceñirse a la línea. la mano de hanna no intentaba escaparse hacia ninguna parte, y el único imperativo era seguir adelante. los trazos que daban forma a las letras eran discontinuos, acababan y empezaban en cada ángulo, en cada curva o bucle.
y cada letra era una conquista nueva, con una orientación distinta más o menos oblicua, y con una altura y anchura propias.
leí el saludo y me sentí inundado de alegría y júbilo. «¡ha aprendido, ha
aprendido!» durante aquellos años, yo había leído todo lo que había encontrado sobre analfabetismo. sabía de la impotencia ante situaciones totalmente cotidianas, a la hora de encontrar el camino para ir a un lugar determinado o de escoger un plato en un restaurante; sabía de la angustia con que el analfabeto se atiene a esquemas invariables y rutinas mil veces probadas, de la energía que cuesta ocultar la condición de analfabeto, un esfuerzo que acaba marginando la persona del discurrir común de la vida. el analfabetismo es una especie de minoría de edad eterna. al tener el coraje de aprender a leer y escribir, hanna había dado el paso que llevaba de la minoría a la mayoría de edad, un paso hacia la conciencia.
luego estudié a fondo la letra de hanna y vi cuánta fuerza y cuánta lucha le había costado escribir. estaba orgulloso de ella. y al mismo tiempo me daba pena, me daba pena su vida retrasada y fracasada, y pensé con tristeza en los retrasos y los fracasos de la vida en general. pensé que cuando se ha dejado pasar el momento justo, cuando alguien se ha negado demasiado tiempo a algo, o se lo han negado, ese algo por fuerza llega demasiado tarde, por más que uno lo acometa con todas sus fuerzas y lo reciba con gozo. ¿o quizá no existe «demasiado tarde», sólo «tarde», y «tarde» es mejor que «nunca»? no lo sé.
después del primer saludo fueron llegando con regularidad los siguientes. siempre eran unas pocas líneas, una fórmula de agradecimiento, una petición, más del mismo autor, o por favor nada más de ése, una observación sobre algún escritor, poema, historia o personaje de una novela, o un comentario sobre la vida en la cárcel. «en el patio ya florecen las forsythias», o «me gusta que haya tantas tormentas este verano», o «veo por la ventana a los pájaros juntándose para emigrar al sur». muchas veces eran los comentarios de hanna sobre las forsythias, las tormentas de verano o las bandadas de pájaros los que me hacían percibir esas cosas. sus observaciones sobre literatura eran a menudo asombrosamente acertadas. «schnitzler es perro ladrador y poco mordedor, y stefan zweig lleva el rabo entre las patas», o «keller lo que necesita es una mujer», o «las poesías de goethe son como pequeñas estampas enmarcadas en oro», o «estoy segura de que lenz escribe a máquina». como no sabía nada de todos esos escritores, hanna suponía que eran contemporáneos, al menos mientras nada indicase lo contrario. en efecto, me sorprendió ver que hay mucha literatura antigua que se puede leer como si fuera de hoy; alguien que no sepa nada de historia puede creer que todas esas costumbres de tiempos pasados son en realidad las costumbres actuales de tierras
remotas.
nunca le escribí. pero seguí leyendo para ella sin parar. durante el año que pasé en américa le enviaba las cintas desde allí. cuando me iba de vacaciones o tenía mucho trabajo, podía tardar bastante en llenar una cinta. no establecí un ritmo fijo: a veces enviaba una cinta cada semana o cada quince días y otras veces al cabo de tres o cuatro semanas. no me planteaba la posibilidad de que hanna, ahora que sabía leer, quizá ya no necesitase mis cintas. que leyera también por su cuenta si le apetecía. pero la lectura era mi manera de dirigirme a ella, de hablar con ella.
tengo guardados todos sus saludos por escrito. la escritura va cambiando.
empieza forzando a las letras a alinearse todas en la misma dirección oblicua y a adoptar la altura y anchura correctas. una vez conseguido eso, se hace más ligera y más segura.
nunca suelta. pero adquiere algo de la severa belleza propia de la letra de los ancianos que han escrito poco en su vida.

El Lector - Bernhard SchlinkDonde viven las historias. Descúbrelo ahora