20. Sudestada.

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Está lloviendo y todos en el cementerio se protegen con los paraguas mientras escuchan las palabras del religioso que invoca la misa. Tranquilamente podría tratarse de una escena de alguna película yankee o alguna serie o telenovela, pero no. Se trata de que todos están allí reunidos, en aquel día de mitad de semana, porque se los exige Miguel. No de palabra, sino de cuerpo y alma porque tres días después de aquel sábado en que tuvo su último ataque cardíaco, sufrió un infarto que no le dio tiempo a salvarlo a ningún paramédico. Lali está en la primera fila y sostiene el paraguas que comparte con Candela. La espía de vez en cuando y la descubre con la mirada clavada en sus zapatos. Tiene los ojos cargados de lágrimas pero no soltó ninguna desde que inició el día; quizás porque ya derramó las suficientes en la intimidad de su habitación golpeando algún almohadón. Pero de su otro lado está Camila que sostiene fuerte la mano de Mateo y que llora sin meter pausas. Los ojos los tiene colorados igual que la nariz y los cachetes. Fue la única que se abrazó a los cuerpos de todos aquellos que se acercaron para acompañarlos y darles sus condolencias. Candela había elegido llegar más tarde porque no quería escuchar los buenos ánimos de nadie, en cambio Lali solo se limitó a responderles sin demostrar conmoción alguna. Y eso quizás es lo que más la agobia, que desde que la llamaron para avisarle del fallecimiento de su padre, hasta ese momento en que estaba rodeada de toda su familia y amigos de la misma viendo como sepultaban el cajón junto al lado de la parcela de Victorio, no lloró. No porque no quiso, sino porque no pudo. Porque a pesar de que le afecta y le duele en el centro del pecho, no lo siente. Como si se tratase de una persona ajena a su vida, como si también lo haya olvidado. Pero en realidad, en su inconsciencia, sabe que si no lo hizo es porque todavía guarda rencor, ese que le dijo que mantendría si no la esperaba para perdonarlo.

El regreso a casa es agotador porque el silencio y la angustia ajena fue lo que más perjudica a Lali. Conduce el auto de Camila porque ella no puede hacerlo y conversa con Mateo porque es el único que no está debilitado como quienes viajan en el asiento trasero. Inés, vestida de negro, permite que la mayoría de sus más allegados le hagan compañía en la casa. Como si la de sus tres hijas no alcanzara. Entonces muchos de ellos se quedan porque aparentemente no tienen nada más qué hacer, e Inés ordena a dos de sus empleadas que cocinen algo para todos. Candela la escucha y enarca una ceja al mirar a Lali que con una seña de mano le pide que no opine porque no es el momento ni en el lugar para iniciar un nuevo conflicto.

−¿Estás mejor? –Lali está sentada en una banqueta de la cocina con los brazos apoyados en la isla cuando ve regresar a Candela con las retinas iluminadas.

−Sí... ponele –y ella se acomoda en la banqueta que está a su lado.

−¿Cada cuánto vas a la psicóloga?

−Había empezado cada quince días, pero ahora voy todas las semanas –le cuenta, pero Lali solo asiente– por mi salud mental, no era buen momento para que papá se muera.

−¿Lo lloraste? –le consulta porque quiere desquitarse de esa duda. En realidad, quiere corroborar si es la única que todavía no lo hizo.

−Un poco... tendría que haberlo llorado menos porque estuvo muy poco conmigo, pero quizás lloré por eso.

−De bronca –agrega y Candela asiente.

−La que no puede parar de llorar es Camila, por dios –y gesticula tanto con la cara que Lali esboza una risa al bajar la cabeza– es una Magdalena.

−Bueno, vos lo lloraste de bronca, yo ni siquiera lo lloré y ella lo llora porque lo tuvo. A mamá no la vi llorando.

−Mamá no tiene sentimientos, Lali –sentencia– cada vez que hablas de amor te pregunta qué es, si es comestible o si se puede comprar –y la hace reír tanto que hasta la contagia– supongo que lo habrá hecho...

DESPUÉS DE AMARDonde viven las historias. Descúbrelo ahora