—Mamá... —la llamó con un débil susurro mientras la mujer apretaba el interruptor de la habitación y se sumía en la oscuridad.
Siempre había temido esa etapa de la noche, justo antes de ir a dormir. Las manos negras parecían invadir la habitación, ocultando los muebles y juguetes hasta acabar tapando directamente los ojos. Lo único que iluminaba y a lo que se aferraba de forma desesperada era a la luz del pasillo que se colaba por la parte de abajo de la puerta.
Hacía un año consiguió no temer la oscuridad; pero eso duró poco. Una noche, de esas en las que la persiana estaba completamente subida y las estrellas brillaban sin que ninguna nube se lo impidiera —hecho muy raro en el cielo contaminado de Limprey—; esa noche, oyó un ruido proveniente del armario cuando estaba metiéndose en la cama. Era el susurro de ropas en movimiento en sus perchas, de abrigos rozándose unos con otros. Y luego, las bisagras de las puertas abrirse lentamente. Al mirar con curiosidad hacia el mueble, observó cómo una débil luz blanquecina con breves destellos rosados se iba haciendo cada vez más grande. Hasta que la tuvo justo delante de sí. Blanca levantó su brazo derecho, estirando los dedos para acariciar esa extraña luz que le atraída de sobremanera. Cuando la punta de sus dedos rozó el aura de suaves colores, la luz se alejó unos centímetros sin hacer ruido alguno para después, tras vacilar momentáneamente, volver a aproximarse. Le recorrió una agradable sensación de calor que se transmitió por todo su cuerpo. De alguna manera, Blanca se sentía protegida, segura con la luz —o fuera lo que fuese— a su lado.
Al intentar determinar qué clase de magia era aquella, se sorprendió al ver que la bola de luz era una criatura con brazos y piernas. El ser se había quedado inmóvil sobre la palma abierta de la mano de la niña y se dejaba investigar. En el punto donde se posaba sobre la mano, Blanca sentía una presencia apenas perceptible, una presión casi inexistente. Se acercó la mano a la cara para estar más cerca y analizar el ser. Era una figura menuda sin duda hermosa. No le sorprendió que estuviera desnuda, tenía más bien curiosidad, estaba fascinada; parecía una de esas hadas que aparecían en su único libro de princesas, último regalo de su padre antes de desaparecer. Desde entonces su madre había prohibido ese género de fantasía y en las estanterías solo había enciclopedias y las novelas de romance y policíacas cogiendo polvo.
Deslizó su dedo por el delicado cabello largo y rubio del hada. Se oyó una suave risa aguda pero cristalina.
—¿Qué eres? —preguntó más para sí que requiriendo respuesta.
De repente, un escalofrío le recorrió la espalda y el ser miró a su alrededor buscando la amenaza. Pareció que la encontró porque dio un saltito, extendió las alas y volvió por donde había venido a toda velocidad.
Esa noche, Blanca tuvo una pesadilla. Aunque no fue una de esas llenas de terror y fríos sudores de las que uno se despierta sobresaltado y agitado. No, fue una de esas en las que sabes que algo va mal pero la oscuridad te impide saber qué es... o si es la oscuridad misma.
Las noches siguientes el hada volvió a aparecer. Cada ocasión parecía tomarse más confianzas con la chica. Cada vez se iba con la sensación de que algo malo les acechaba a ambos. En las mañanas, Blanca buscaba en su armario el escondite del ser. Nunca encontraba nada. Es como si viviera en un bolsillo invisible de una prenda también invisible.
Pasó mucho tiempo hasta que por fin dijo sus primeras palabras. Eso sí, con una voz dulce y aterciopelada.
Ocurrió que el ser aumentó de tamaño. Parecía un niño de su edad. Pero, claro, no lo era. Seguía teniendo el débil halo de luz rosada cubriéndole de pies a cabeza y sus ojos parecían mostrar los tantos conocimientos que sin duda sabía. Pero todo ello estaba coronado por un cabello largo y rubio que le llegaba hasta media espalda y le daba un aspecto entre regio e informal. Las hebras levitaban a su alrededor y, cuando se sentó con las piernas cruzadas frente a Blanca, la sonrisa que se le dibujó en su rostro casi perfecto le hizo sonreír a ella también. Supo al instante que era uno de esos amigos que están ahí para protegerte pasara lo que pasase.
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30 días escribiendo
Short StorySon treinta palabras para treinta relatos. De todas la temáticas que puedo escribir. O al menos eso intento.