El viento atosigaba sus piernas sin parar, mandando granos de arena continuamente y golpeando sus pantalones anchos. Estaba seguro de que en la noche tendría las pantorillas y espinillas rojas por irritación. Estaba cansado ya de que el viento jugara con él, balanceándolo de un lado para otro, jugando con su cuerpo y sus innumerables mantas con las que vestía.
¿Cuánto llevaban en el madito desierto? Por lo menos un mes de días calurosos y noches de extremado frío. Echaba de menos su aldea de arcilla y barro. Sus amigos y su cama. Comida fresca y variada y, sobre todo, echaba de menos a Remo. Y a su hermana Zafira.
Primero gritó algo que no pudo escuchar pero lo entendió cuando el resto de la caravana comenzó a juntarse en un círculo, separados unos centímetros entre ellos y dejando un espacio en el medio para las provisiones. A la prisionera la ataron entre los macutos y situaron al camello a su lado. Aero se cuestionó, no por primera vez, la maravillosa idea de dejar a la ofrenda tan cerca de los medios con los que podría escaparse. Pero había sido orden de Primero, el hombre que había viajado por los seis desiertos sin perderse ni morir. El hombre que había avistado las ruinas perdidas del templo de Oterka y dibujado a dos Desnudas mientras se bañaban en Aguas. Primero era la leyenda que todos admiraban. Todos los padres sin excepción, le contaban alguna historia de Primero a sus hijos. Y así lo conoció Aero. Por historias.
Se sentó en la arena, en el sitio asignado. Se ató la cuerda que otro le tendía al cinturón y se la pasó al de su izquierda. Se apartó la capucha y ayudó a sujetar la lona que tendían sobre las cabezas.
Ella le observaba.
Inmovilizó la cuerda de la lona detrás de él, con ayuda de un clavo y, cuando le pasaron el montón de ramas, clavó la suya justo delante de él, para que la tela no rozara toda la noche su cabeza.
Le miraba con ojos azules como la tan preciada agua.
El cazo pasó por sus manos y tan rápido tomó un sorbo de sopa, tan rápido se lo quitó de sus manos el tipo de pelo graso.
Toda la aldea lo sabía. Ellos estaban destinados a casarse. Pero él, Aero, no la amaba. Y jamás lo haría.
Primero soltó un grito demandando silencio. Los Treinta se acallaron y esperaron. Primero comenzó la oración. Rezaron a los dos dioses: a la diosa Negra y al dios Blanco. Les pidieron prosperidad y agua. Les pideron protección y les agradecieron los víveres, el viento, las estrellas y su orientación, y el agua. Les prometieron la devoción y sumisión de fieles seguidores. Y prometieron jamás matar.
Aero sabía que estaban mintiendo.
Aero sabía que tenía que romper el compromiso. No la amaba. Jamás lo haría. Su corazón pertenecía a Remo y siempre lo haría.
Los candiles se apagaron salvo uno en el centro, para vigilarla y porque daba mala suerte y todos lo sabían. La noche que no la encendieron, la primera noche que Primero, de doce años de edad, salió con su familia en busca de un futuro, esa noche, un dromedario y su abuelo desaparecieron. La segunda, dos niños. La tercera, su madre. La cuarta, dejaron una luz encendida y nadie desapareció.
Primero siempre dejaba una vela encendida. Siempre.
Aero durmió sabiendo que ella le estaba mirando. Sentía sus ojos azules como el mar que nunca había visto clavándose en su cara, en su pecho, en sus piernas. Eran unos ojos azules como el cielo sin estrellas que querían matarle. Aunque antes lo amaran. Antes.
Despertó antes de que saliera el sol. El viento había acumulado arena en los bajos del asentamiento, pero otras noches habían sido peores. Tomó un trozo de pan y se lo comió de dos bocados. Los Treinta recogieron el campamento en menos de lo que duró un respiro y, continuaron andando en dirección a Aguas.
ESTÁS LEYENDO
30 días escribiendo
Short StorySon treinta palabras para treinta relatos. De todas la temáticas que puedo escribir. O al menos eso intento.