Day 23: agua

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El vapor de agua me reconforta pero a su vez me hace recordarte. El sonido de las gotas estrellarse con la tina borra de mis oídos las promesas de (no) hace mucho. La esencia del líquido me purifica, elimina sin ceremonias todos los recuerdos que sembraste en mí con tanto cuidado y que nunca volviste a cosechar.

Inclino la cabeza hacia arriba. No olvido inspirar antes de dejar que me tranquilice la carrera de gotas en mi rostro. Y luego bajan, preparándose para la eliminación final, por mis pechos, mi vientre, las piernas y por último los pies, sumergidos ya en el agua acumulada.

Necesito aire y vuelvo a abrir los ojos cuando escapo de la cascada de momentos que hubo y que pudo haber. Me entretengo mirando sin ver el cuadradito marrón de la pared; ese mojado del mosaico que forman en conjunto... y mientras lo hago, inconsciente de ello, me dejo masajear la espalda.

Malgasto el agua porque ya gasté todo lo que me quedaba; todo lo demás.

Sacudo la cabeza, abrumada de repente por ti, por mí, por nosotros y el resto. Me late el corazón rápido, parece que necesita escapar.

¿Es que no te gusta el agua, corazón mío?

Echo el champú en una mano, la froto con la otra y me lavo el pelo con fuerza. Pero sin querer. Aunque, ¿qué hay de malo en querer llegar hasta la memoria y sacar de ahí todo lo bueno y lo malo tuyo; en sacarte de ahí y ahogarte bajo el agua que llega hasta mis talones?

Me aclaro. Las lágrimas se confunden con gotas. Se mimetizan. Se camuflan. Se vuelven como no pueden ser: de dulces a saladas; de ilusiones a sentimientos derramados. Simplemente no pueden parar de salir, de escaparse de donde estuvieron demasiado tiempo presas.

Mis disculpas, lágrimas mías.

Me aplico la mascarilla. La misma que llevaba cuando (por desgracia) nos conocimos. O me conociste; porque de ti yo sé poco y menos. ¿Por qué no me dejaste ver tu 'tú' real? Ese que le muestras a tu madre, no el que eres conmigo ni con tus amigos. Tampoco el de tus redes sociales. No, ese no, el otro; del que me enamoré sin saberlo.

Supongo que ya jamás lo sabré.

Perdón, pregunta mía.

Tomo la esponja amarilla de la balda. Una gotita minúscula de gel olor a limón. Y a frotar contra el cuerpo.

Así, para olvidarme de tus roces casuales.

Y por aquí, cuando me mantenías firme en el metro. Sí, cuando bajábamos a Madrid a perder o a aprovechar el tiempo.

Por aquí también, y aquí, donde tus ojos me acariciaban con dulzura. Con la dulzura de gotas de ducha.

Y no te olvides de aquí, sí, justo ahí, donde me besabas con la intensidad de unos labios hambrientos de otros.

Me pregunto: ¿me amabas? ¿me querías?

¿Lo sigues haciendo?

Todo por tu parte fue una mentira.

Suelto un grito liberador que me desgarra todo por dentro. Nadie de la casa viene a ver qué le pasa al ser demente de turno. Estoy sola. No es un problema. Es mi solución. Y me apaño bien con mi método.

Saboreo sal. Pero no sé si estoy llorando o es mi imaginación que hace de las suyas. Tal cual, como desde el primer momento.

Ah, el amor. Hermosamente destructivo.

Dejo que el agua limpie el tóxico que matará la plaga. Espero paciente. Sin moverme. Como una piedra que respira. Como un corazón que late porque no tiene más remedio. Un corazón que hace ya mucho perdió la esperanza.

Vuelvo a levantar la cabeza. Los mechones se pegan a mis mofletes y se amoldan a mi contorno como una vez lo hicieron tus manos. Tus preciosas y gentiles manos.

Quieta. Tranquila. En paz. Silenciosa. Conforme conmigo misma, dejo que me limpie de la horda de promesas, momentos, recuerdos y sueños que he tenido la desgracia de revivir. O no es desgracia. Quizá debía vivirlo de nuevo para poder definitivamente deshacerme de ello.

Sí, mejor así.

Ahora me seco y sigo estudiando, que de amores mil, pero de futuros uno.

19 septiembre 2018 0:25

30 días escribiendoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora