Day 28: trigo

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Comenzaba el día en aquella granja. Los animales despertaban de sus sueños y, entre ellos, los humanos preparaban tostadas con mermeladas y leche con miel; todo productos de su labor. Dos chiquillos corrían por la casa, llenando de alegría el amanecer de la familia. En la antigua radio sonaba el locutor con las noticias más nuevas y, ante el televisor, los dos chiquillos pedían alternativamente que les dejaran ver de nuevo alguna película que tenían de cuando sus jóvenes padres eran niños y no existía el DVD. Su favorita era Pocahontas. Desayunaron las tostadas y la leche más un huevo cocido, antojo de la niña.

Cuando acabaron, los adultos se distribuyeron sus tareas. A la tía Begoña le tocó cuidar de los niños así que se los llevó a recolectar las cerezas. Era temporada de recogida: el calor comenzaba con el Sol, la humedad no era más que una vieja amiga, los insectos componían sus melodías y las representaban en las noches, los días empezaban cada vez antes, eran más largos y las noches calurosamente insoportables. Pero los chicos tenían sus helados, su piscina y estaban de vacaciones. Además, adoraban trabajar con la tía Begoña. La mujer, con su sombrero de paja y tirando de una carreta con seis cestas de mimbre, guió a los chiquillos a través de los cerezos cantando con ellos una de sus canciones favoritas:

<<Como el ritmo del tambor

y el latir del corazón

tras el cambio de estación

el maíz madura al Sol...>>

Iban quitando cerezas. Una a una. La tarea les llevaría todo el día. Tal vez al día siguiente seguirían recogiendo el fruto. Pero esa era su vida y los miembros de la familia la adoraban.

—Tía Bego, tía Bego —la llamó el niño. La mujer, detrás de sus gafas contra el Sol, le preguntó qué pasaba—. ¿Qué cuento vas a contarnos hoy?

La mujer sonrió: estaba esperando ese momento.

—¿Conocéis el castillo Blancoblanco y sus peculiares habitantes?

—¡Sí! —exclamaron a la vez, entusiasmados—. Es donde vive la reina Dana, ¿verdad? La que salvó a todos los animales de su aldea. La que prohibió comerlos. La que reinó sola y muy bien durante toda su vida después de que su padre muriera.

—Correcto. Pues, ¿sabéis qué?, su hermano tuvo tuvo tres hijos pero, como Dana vivió ciento un años, fueron sus nietos los que gobernaron después de ella.

—¿Y eran buenos? ¿como Dana?

—¡O como Rodrigo! —añadió el niño—. Que encontró a los señores que robaban de las ancas de su rey y se lo dijo a su señor. Y que fue a buscar a la princesa y se casó luego con ella.

—La princesa se fue porque quería, tonto. No necesitaba a alguien que la salvara. Quería ir a las montañas mágicas pero como su padre quería casarla mandó a Rodrigo a que la buscara. Y se casó en contra de su voluntad.

—Así es, sobrina. Por cierto, se dice arcas, no ancas —corrigió la tía Begoña—. Algunos de los reyes y reinas posteriores fueron benevolentes con sus súbditos. Pero otros fueron crueles...

—¡Como Carlos! —dijo por encima la niña.

—... y otros malos pero no tanto —siguió tras asentir.

—¿Y de quién es la historia de hoy, tía Bego?

—De un príncipe que amaba el pan y de un panadero que odiaba su vida en palacio.


>>Érase una vez, queridos sobrinos, un castillo blanco blanco muy blanco con enormes torres de tejado dorado y habitantes felices y satisfechos con la vida que les había tocado. Todos salvo el panadero de la corte. Los anteriores reyes y reinas mandaban a alguien a que comprara los víveres en el pueblo. Otros tenían cocineros pero no especialistas en el pan. Pero es que su rey actual adoraba el pan. Lo adoraba más que las joyas. Más que los bailes. Tal vez más que su propia corona.

30 días escribiendoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora