Prólogo

3.3K 205 183
                                    


El tañido de todas las campanas reverberó en ese atardecer dorado.

Las personas se asomaban por las ventanas y balcones, o salían a la calle cantando y con los rostros iluminados.

La jornada era de júbilo y celebración.

El cielo se rebalsaba en tonalidades cobrizas, y los rayos de luz diáfana entre las nubes anunciaban que las puertas del Recinto Etéreo se hallaban abiertas de par en par.

El ambiente parecía adornado con astillas de diamante y cristal. El clima se había vuelto majestuoso, como si parte del reino sagrado se colara a través del portal y regara sobre las casas como un rocío armonioso.

Allá en las alturas, un ave radiante volaba en círculos. Se trataba del Cisne. Su presencia era la prueba final de lo que estaba aconteciendo.

La hora del ascenso de Nicolatías había llegado.

La gente rodeaba al guerrero de Riblast mientras este se elevaba lentamente, como flotando en una ráfaga espumosa. Los cánticos y vítores eran aún más impetuosos en aquel sector de la ciudad. Himnos de alegría, respeto y despedida, dirigidos al hombre que tantas hazañas había conquistado durante su vida.

La sonrisa maravillada de Nicolatías sobresalía a través de la barba rubia mientras contemplaba con fascinación el aro luminoso que resplandecía justo sobre su cabeza.

Solo una persona no participaba de la animada festividad.

Era un joven de once años, alto y delgado, que miraba sin terminar de comprender lo que estaba pasando. Sus ojos claros manifestaban desconcierto. El héroe que se elevaba para entrar en la inmortalidad era su padre. Y aquel evento no le provocaba dicha, sino un desasosiego inocente. ¿Qué estaba sucediendo realmente?

De pronto la mirada de Nicolatías, suspendido por encima de las terrazas, se desvió hacia el joven casi oculto entre la multitud. Era la misma expresión de afecto que su padre siempre le había mostrado, aquella que tanta calma le transmitía, a pesar de la distancia, a pesar de los desafíos constantes a los que el guerrero de Riblast había tenido que enfrentarse. Era un gesto tan puro y transparente que tal vez ni siquiera hubiera precisado plasmarlo en palabras:

—Volveremos a vernos, Picátrix —le dijo—. Volveremos a vernos.

A pesar del bullicio y la distancia, el hijo escuchó muy bien a su padre. Fue la última vez que oyó el sonido de su voz.

Momentos después, que quizás fueron segundos, minutos, o incluso horas, el cielo se cerró y sus colores retornaron a la normalidad.

El ascenso había concluido.

Los habitantes de la ciudad se abrazaron felices y con lágrimas en los rostros. Habían sido testigos de uno de los prodigios más asombrosos del mundo. Habían compartido la época del más grande guerrero de Riblast. Todo estaba bien.

Solo el muchacho permaneció postrado y en el mismo lugar.

La noche cayó, y él seguía allí, solitario y con las rodillas huesudas clavadas en el piso.

Recién entonces pudo constatar lo que, de hecho, había sucedido:

—Mi padre se fue...


----------


Gasky abrió los ojos y sintió la nostalgia en el corazón.

¿Había estado soñando, o solo rememorando?

En realidad hacía ya mucho tiempo que no podía decir que, estrictamente hablando, él "durmiera". Sus momentos de descanso se parecían más bien al cambio de guardia en una fortaleza. Los centinelas se relajaban un poco, pero la vigilancia jamás cesaba.

Se incorporó y se calzó los mocasines. La cama estaba un poco arrugada, pero seguía armada. Sus siestas eran tan moderadas que ni siquiera ameritaban acostarse en el sentido propio del término.

Caminó de regreso al desván.

Allí, sobre el escritorio, yacía una abandonada taza de té que Gluomo le había traído algunas horas antes, junto a la carta que Pery le había hecho llegar recientemente. Era la respuesta a un mensaje que el historiador le había enviado, en la cual el herrero accedía a su pedido y le comunicaba que emprendería el viaje hacia el monte Jaffa a la brevedad. Solo estaba esperando a Winger.

Debajo de la carta se encontraban las copias que rescataban los pasajes más relevantes del libro de Maldoror, ahora en manos del enemigo, y la clave de lectura que había descubierto con la ayuda de los documentos que el conde Milau le había proporcionado. Gasky contempló las notas desde la distancia, ya no con el mismo respeto con el que las había abordado en el pasado. Después de todo, sentía que había podido extraer casi todos los secretos que se escondían en esas páginas encriptadas.

El misterio que ahora rondaba por su cabeza medio calva era de otra índole. Iba más allá del contenido del libro de Maldoror. Era lo que había detrás del libro.

Neón perseguía la resurrección de Daltos.

«"Ponerle una correa a un dios"», había dicho Demián de manera acertada.

¿Cuáles eran sus intenciones finales? ¿Qué buscaba Neón realmente?

Gasky presentía que la respuesta acerca de la verdadera identidad de su adversario era la pieza que le faltaba para completar el rompecabezas. La revelación estaba cada vez más cerca.

Enfiló hacia su silla de trabajo, pero algo lo detuvo y llamó su atención.

Entre los estantes colmados de objetos polvorientos se encontraba el retrato de un hombre. El lienzo había sido rasgado a la altura del rostro.

Era el retrato de su padre. Único recuerdo que había podido salvar durante la huida de Quhón, ya cincuenta años atrás, cuando buscó refugio en Lucerna.

La situación ahora había cambiado. Su familia ya no era considerada una amenaza. Podía volver, si así lo quisiera, pero las marcas de su padre ya no estaban allí.

A pesar de eso, tal vez había llegado el momento de regresar al país de su infancia.

Una persona muy particular vivía en la capital de Quhón, y compartía la sangre del historiador. Ese individuo, su sobrino nieto, quizás les otorgaría la ventaja que necesitaban para salir victoriosos en la hora de la última batalla.

Etérrano III: Disparo del AlmaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora