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Estoy muy contento, hace tiempo que no me sentía así. Me sudan las manos y no puedo controlar el temblor de mi cuerpo. No importa cuantas copas de vino tome, simplemente no puedo tranquilizarme.

Me reuní con Iñaki en un bar a eso de las cuatro de la tarde. Me dijo que la sirena llegaría a mi casa más o menos a las once de la noche, y que debo estar al pendiente para abrir la cochera. Vivo en un lugar bastante aislando, así que no habrá ningún vecino que note algo sospechoso. Pasé el resto de la tarde y parte de la noche limpiando la enorme tina del baño y después salí a comprar los ingredientes para el sashimi, y también mucho hielo. Busqué mis anotaciones de las clases de Brasme, las cuales tenía en la biblioteca. Le debo mi título a Marla, no sé si me hubiera graduado de no ser por su ayuda. Pienso en ella, me viene su voz a la mente. A veces, cuando se harta de mi actitud tan pasiva, me dice que debería recordar que tengo un título universitario y salir a buscar un trabajo de chef, lo que verdaderamente soy. Al contrario, cuando está contenta, no deja de elogiar mi poder como crítico.

Yo no me siento poderoso.

Estoy en el balcón de mi cuarto, impaciente. Hago a un lado mi copa de vino y consulto mi reloj. Ya casi es hora. La furgoneta blanca que me describió Iñaki no debe tardar en llegar. Esta madrugada podré sentirme vivo por primera vez en muchos años. El solo imaginarme comiendo un trozo enorme de sashimi me vuelve loco. Voy a pedirle a Iñaki que me regale sirenas cada cumpleaños, en vez de esos relojes ostentosos o vinilos autografiados por músicos reconocidos. Las sirenas son mil veces mejor.

Sonrío.

Voy a comer hasta reventar.

En la clase de Brasme no me atreví a participar, pero he hecho sashimi de salmón y de camarón en casa. El platillo me quedará muy bien, estoy seguro.

Me estremezco al ver por fin a la furgoneta. Froto mis ojos, no estoy alucinando. Bajo casi corriendo a la cochera, el vehículo ya se ha estacionado. De él baja un adolescente muy alto y un hombre de aproximadamente sesenta años. Entre los dos sacan la enorme hielera de la parte trasera.

—Pasen, por favor —digo, tratando de sonar amable. No estoy acostumbrado a tener invitados. Entramos los tres a mi casa, y ellos dejan la hielera en la cocina, a un lado de la mesa. El chico sale una vez más y regresa con una caja, la cual me entrega.

—Los tranquilizantes. En jeringa para cocinarla, en pastillas para que la uses —dice.

¿Para que la use? No, eso no llama mi atención. Me da asco.

—Uhh...muchas...muchas gracias —musito.

Breve silencio. Quiero que se vayan lo más pronto posible para empezar a cocinar, pero eso sería muy grosero. Y no quiero ser grosero con los que seguramente me traerán una sirena al año. O dos, si Iñaki decide darme una también en navidad.

—¿Quieren café? —les pregunto, y ellos intercambian una mirada. Terminan aceptando.

Los tres, sentados en la mesa, no decimos nada. El joven tamborilea los dedos sobre la mesa.

—¿Llevan mucho tiempo en el negocio? —pregunto.

—Tres generaciones —responde el viejo—. Era un negocio próspero, y todo iba de lo mejor hasta que esa estúpida ley entró en vigor. Por supuesto, no íbamos a echar todo por la borda y empezar desde cero, así que solo nos hicimos más sigilosos —mira al joven—. ¿Verdad, Raúl?

El chico asiente.

—Es mi nieto, ya tiene dieciocho años —dice el viejo con orgullo—. Quiero que aprenda todo para cuando herede la empresa. ¿Y usted a qué se dedica?

Así persiste el océanoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora