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—Me gusta la expresión que tiene al dormir —dice Sofía—. Se ve tan apacible, espero algún día saber qué es lo que sueña.

Se mira en el espejo de su tocador, está desnuda. Su figura adolescente me evoca cierta ternura; cada vez que me uno a ella voy despacio, como si estuviera hecha de papel. En estos casi tres meses en los que la he venido a visitar, las cosas han ido bien entre nosotros. Suelo llevarla a todos los restaurantes que reseño, es una compañera muy agradable.

—¿Quiere que le prepare café? —pregunta, y yo asiento. No importa que me tenga desnudo en su cama y bajo sus sábanas, ella seguirá hablándome de usted y yo seguiré llamándola Hong, como si fuera un día más en el restaurante.

Ella se va a la cocina y yo me quedo viendo el techo. Me agradan estas sensaciones, pero no se comparan con las que experimento al dormir, cuando me reúno con Marina y las horas se hacen eternas. Mi cuerpo físico la pide con cada vez más insistencia, creo que el momento se aproxima.

Sofía vuelve de la cocina y yo me siento, aceptando con agrado la taza de café. Ella me mira con devoción, creo que nunca me acostumbraré a esa intensidad en sus ojos.

—Hong, ¿estás enamorada de mí? —le pregunto, muy serio.

Ella niega con la cabeza. Siento alivio.

—No, apenas cumplí los veinte hace un mes, creo que no tengo ni idea de lo que es el amor todavía. Siento por usted una profunda admiración y también me atrae mucho. Destaca en la cocina, y no solo por ser el jefe, hay algo, otra cosa... —entrecierra los ojos—. No sé cómo explicarlo.

Es porque estás hechizada, Hong. Tú y todas tus compañeras de trabajo. A causa de este encanto ahora ninguna mujer podrá amarme de verdad. Quizá algunos hombres en mi misma situación vean esto como una desventaja, pero yo no. El único amor que me interesa es el de Marina. Me alegra saber que Sofía no tiene una perspectiva errónea de lo que siente. Sabe que le gusto, sabe que no está enamorada.

Pienso en Marla y no puedo evitar sentir una punzada en el pecho. Ella me quiso mucho antes de que yo tuviera la piel radiante y más confianza en mí mismo. Sigue aferrada, es incapaz de dejarme ir.

Debería alejarse de mí, pero sé que jamás podrá hacerlo.

Paso un par de horas con Sofía y después regreso a casa. Es domingo, y mañana empieza mi rutina. Me quito los zapatos y los dejo en la sala, a un lado del sillón. Voy al estante dónde guardo mis discos y tomo sin fijarme en la portada. Lo pongo en el tocadiscos y sonrío. Es la música de piano que tanto le gusta a Marina. Subo un poco el volumen y me dirijo a la biblioteca. Tomo el álbum de mis fotos de boda (que escondí tras varias enciclopedias sobre biología) y me siento en la mesa para verlo. Hacía tiempo que no contemplaba estas fotos, quizá por miedo a extrañarla tanto.

Veo a Marina con su vestido blanco y corona de flores acostada en mi cama, sonriéndome. Toda ella era una obra de arte, y ahora lo es más todavía. Es una criatura libre, dueña de sí misma.

Escucho su voz dentro de mi cabeza, me está cantando tal como en los sueños.

«Quieres verme ahora, ¿verdad?»

Cierro el álbum y lo regreso a su sitio. Después subo a mi habitación y me acuesto.

Me quedo dormido al instante.

Así persiste el océanoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora