21

1.1K 198 30
                                    

Hace tiempo que no veía un muerto. La última fue mi madre.

Iñaki, en su ataúd, se ve mejor que la última vez que le vi con vida; sus ojeras se han ido, su cabello es brillante y su halo encantador ha vuelto. Si no fuera por la palidez que deja la muerte pareciera que está dormido.

La casa Prego está tranquila, casi nadie habla. Escucho los sollozos de algunos. Me esfuerzo para llorar, mas las lágrimas no salen aún y teniendo a Iñaki frente a mí. Dudo mucho echarlo de menos, después de todo en los últimos años nuestros encuentros fueron esporádicos. Sé que mi insensibilidad ante la muerte de Iñaki no es normal, que debería sentirme devastado, que debería estar llorando igual que Marla. No solo porque fue mi amigo, sino el único al que podía llamar así. No sé si esto tiene que ver con el hechizo de Marina o si en realidad no aprecié a Iñaki tanto como creí.

¿Y si Marla fuera la muerta? ¿En ese caso sí lloraría? ¿Qué fue Iñaki para mí? ¿Solo una compañía agradable, y yo su baúl de confidencias? ¿Qué es la amistad? ¿En verdad la tuve?

En su momento, cuando le dije que debería morir, me sentí bien. Pero esa dicha no se manifiesta ahora. Estoy indiferente, como en los años antes de Marina. Mis recuerdos de Iñaki inundan mi mente, uno tras otro, y yo los analizo como si fueran una historia ajena. De pronto toda nuestra relación parece un sueño, uno que se olvida a los pocos minutos de despertar.

Quiero irme. Todavía no consigo llorar ni un poco y algunos de los presentes se me quedan viendo. Sería muy descortés abandonar el funeral justo ahora, cuando apenas ha pasado poco más de una hora. Decido ir a sentarme junto a Carlos, quien luce tan indiferente como yo. A él no le caía bien Iñaki, pude darme cuenta de eso durante su fiesta de compromiso. Veo a más personas llegar, acercarse a Eloísa y darle el pésame. Reconozco a uno que otro actor o cantante famoso, compañeros de juerga de Iñaki a los que él secretamente despreciaba pero estaba forzado a convivir para mantener su buena imagen. En toda su carrera no tuvo un solo escándalo.

Creo que ha tomado la decisión correcta, se salvó de muchas otras desgracias.

Si siguiera con vida, la prensa comenzaría a notar su cambio de actitud y su apariencia, misma que empeoraba progresivamente. Su programa se cancelaría, él sentiría mucha presión y, a fin de cuentas, se hubiera matado igual. Iñaki se suicidó a tiempo, quedando como una celebridad ejemplar. Todo el asunto de las sirenas y sus múltiples amantes nunca se sabría.

«Hiciste bien» pienso. Ahora solo le queda descansar.

Veo a un niño rubio acercarse a Iñaki. Tiene unos siete u ocho años, y usa un trajecito. Nota mi mirada y me voltea a ver. Es idéntico a él: mismo rostro angelical y mismos ojos azules. Me levanto y camino hacia él, impresionado.

Ambos vemos a Iñaki.

—Él es mi papá —dice, sin percatarse de lo obvio que es—. Me llamo Alejandro.

—Yo soy Gustavo —respondo—. Era mi amigo.

—Hola, Gustavo.

—¿Dónde está tu madre?

—No quiso venir, y tampoco quería que yo viniera. Me trajo la abuela, ella está en el jardín.

Tiene los ojos lacrimosos, lo mira como si Iñaki hubiera sido el mejor padre del mundo.

—¿Por qué se mató? —pregunta.

—No lo sé.

—Mi mamá dice que se mató por drogadicto, pero yo no le creo. No lo vi muchas veces, pero cuando jugamos juntos él estaba sano.

¿Jugar juntos? No puede ser. No me imagino a Iñaki cargando en su espalda a esta versión suya en miniatura. Nunca fue alguien especialmente sensible, o más bien nunca me mostró ese lado. No lo conocía tan bien como creí.

Me alegra saber que no era una persona tan horrible.

—Creo que se mató porque estaba triste. La última vez que salimos se veía triste, pero me decía que no lo estaba. Intenté que dejara de estarlo pero aún así se mató.

Mis ojos se humedecen, esas palabras me recuerdan a mí mismo. Mi yo de doce años reemplaza a Alejandro por un momento. Me veo en él, y vuelvo a sentir toda esa pesadumbre.

—Lo extraño... —murmura, frotándose los ojos.

—Yo también —respondo.

Y no me refiero a Iñaki.

—Quiero que vuelva. Si volviera yo le daría ánimos, muchos ánimos. No le di los suficientes.

Así le hubiera dado todos los ánimos del mundo, el final sería el mismo. Eso lo aprendí con el tiempo: los primeros tres años de mi duelo sentí una culpa muy profunda por el suicidio de mi madre; estaba seguro de que no di lo mejor de mí para reparar su espíritu, solo la cuidé y alimenté. Algo faltaba, y me tomó tiempo aceptar que no fue así. Yo lo di todo y ella no lo apreció. Por eso no se esforzó en mejorar.

Mis lágrimas se intensifican, mi catarsis llega tarde. Alejandro no tiene ni idea de lo mucho que lo entiendo. Menos mal que Marina se encuentra lejos, de no ser así, en estos momentos estaría agonizando por mi dolor.

Alejandro abraza mi cintura y hunde el rostro en mi abdomen. Yo le correspondo como si fuera mi hijo y termino arrodillado, estrechándolo contra mí. Él es tan desgraciado, yo fui tan desgraciado. Mi vieja herida se abre, sangra y no se detiene.

Extraño a mamá, quiero que vuelva.

Así persiste el océanoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora