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El mar está muy tranquilo. Marina y yo, sentados al final del muelle, escuchamos el gentil murmullo de las olas. Ninguno de los dos habló durante el trayecto; miré de reojo a Marina, quien lucía muy tranquila, aunque por dentro moría de emoción. Nunca había experimentado una euforia como esa.

El ardor interno disminuyó conforme nos acercamos al mar. En un rato tendría contacto con su elemento, y yo sabía que solo era cuestión de tiempo para que su lado salvaje al fin despertara. Al llegar le quité el vestido y la llevé hasta el muelle. Está oscuro, pero no demasiado. El sol saldrá en unas horas.

La aleta de Marina acaricia el agua, expectante. Ella muere por entrar, pero aún hay un dejo de miedo en su rostro. El miedo a lo desconocido.

La veo apretar los labios, contemplando la inmensidad del océano.

El mundo que ella conoce no se compara con el que tiene enfrente justo ahora.

—Esta es tu casa —le digo, tomándola de la mano—. Vas a ser muy feliz aquí.

Ella me mira, sus ojos brillantes resaltan en la oscuridad. Tiene la piel tan blanca como la luna.

Es igual a la Marina de mis sueños.

—Nos volveremos a ver —me dice, sonriendo levemente—. No sé cuando, pero lo haremos.

Le acaricio una mejilla con el dorso de la mano.

—Lo sé. Voy a esforzarme por ser mejor para cuando vuelvas.

—Te quiero, Gus.

—Yo también te quiero.

Nos besamos despacio, y ella tiembla en mis brazos. Se separa de mí lentamente. Es duro desprenderme de Marina, siento como si ahora fuera una parte de mi cuerpo.

—Hasta pronto —dice.

—Hasta pronto —respondo, y entonces ella se zambulle. Me estremezco al oír el chapoteo.

Me pongo de pie, bajo la mirada al agua, y, antes de dar media vuelta, siento como si me hubieran encajado un cuchillo en el pecho. Aferro una mano en el lugar del corazón; estoy siendo invadido por un frío terrible, uno que no se compara a ninguno que haya sentido antes. Me pongo de pie y froto mis brazos tratando inútilmente de entrar en calor. Siento la presión del agua alrededor de mí, seguido de un nudo en el estómago y pinchazos en todo el cuerpo. No resisto esta sensación, caigo de rodillas y cierro los ojos con fuerza. Marina tiene miedo, pero no se detiene, va más y más abajo. Llega al suelo y se queda ahí, quieta. El dolor palpita dentro de mí.

Marina nada despacio, vacilante. Poco a poco toma confianza. Sube y baja las manos, mueve la aleta sorprendida de lo libre que se siente. Esto es mil veces mejor que nadar en los sueños. Sonrío. Ella mueve los brazos como bailarina de ballet, imitando a mi madre. Su cabello flota sobre su cabeza como tentáculos de tinta negra. Al poco rato un par de sirenas la ven desde lejos y se le acercan, una de ellas toca con curiosidad los aretes que ella aún lleva en sus orejas, y Marina se estremece. Es la primera vez en mucho tiempo que convive con las de su misma especie.

Mi cuerpo se aligera, ya puedo ponerme de pie otra vez. Marina se aleja, y yo abro los ojos. Ya no sé lo que está haciendo ahora, pero éste cosquilleo en el estómago y la calidez en mi pecho me bastan para saber que está bien.

Así persiste el océanoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora