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La boda de Marla es pocos días después de que cumplí treinta y un años.

Celebré mi cumpleaños en casa de mi hermana junto a Gastón y Marla. El día anterior todo el personal del restaurante hizo una pequeña fiesta, y el pastel estuvo espléndido.

Marla está en el centro de la pista bailando un vals cursi con su ahora esposo. Se ve muy bien con su vestido de seda, y el velo moviéndose con gracia. Su familia y amigos la ven con orgullo, ignorando lo infeliz que será en unos cuantos meses. Ella no quiere a Carlos, nunca lo ha querido, y si está aferrada a él es por su miedo a quedarse sola. Me pregunto por qué tantas personas se aterran por algo tan simple como eso. Quizá porque cuando estás acompañado te distraes y en cambio, cuando estás solo, reflexionas una y otra vez sobre diferentes aspectos de tu vida, y siempre encuentras algo que te deprime.

«Más te vale distraerla bien, Carlos»

En mi mesa están otras cinco personas, todos ex compañeros de escuela que eran buenos amigos de Marla e Iñaki. Estoy sentado en medio de dos chicas. Ellas están muy cerca de mí; rozan sus brazos con los míos y se ríen de las estúpidas anécdotas que cuentan. Yo finjo prestarles atención.

Canalizo toda mi concentración para soñar despierto, si no fuera por eso me hubiera ido de aquí desde hace horas. Amo ver cómo toda mi realidad entra en segundo plano, cómo la fantasía poco a poco se apropia de mis sentidos.

Marina flota, sensual y etérea. Dejo que sus manos heladas acaricien mi rostro, y esa sensación me aísla de este ambiente ruidoso y abrumador.

—Vuelve a mí —me dice, y yo me estremezco.

¿Volver? ¿Ahora mismo?

Hacía tanto que no escuchaba su voz.

—Vuelve, Gus —reitera, y me da un suave beso en los labios.

Mis entrañas se encogen, trato de controlar el temblor en mi cuerpo. Mi ensueño se rompe, y tanto la música como las voces de los invitados me aturden. Me siento pequeño aquí. Abandono la mesa sin decir nada y salgo del salón. Saco las llaves de mi auto del bolsillo en mi chaqueta y emprendo el camino. Debería tomarme las cosas con más calma, pero me es imposible. Debo ir al muelle, solo está a poco más de media hora. En todo el trayecto Marina me canta. La piel se me eriza y el fuego interno se extiende completamente. Soy consciente de todo lo que puede pasar, y aún así no pienso detenerme.

¿Qué hará Marina cuando me vea? ¿Me tomará entre sus brazos y me besará? ¿O acaso todas mis conclusiones son erróneas y me clavará sus largas uñas negras para después dejarme en los huesos?

A pesar de que lo segundo pueda ser cierto, no tengo miedo a morir. Estoy preparado tanto para las caricias y besos como para el dolor, la sangre chorreando, y el fin de lo que alguna vez fui. Cualquiera de estos dos finales están bien para mi. No me gusta la incertidumbre.

Llego al muelle y estaciono el auto. Es de noche, la luna está llena y hay muchas estrellas. Camino muy despacio, este es el momento que tanto aguardé.

Me siento al final del muelle. No la llamo ni la busco con la mirada, sé que ella llegará a mí.

Solo espero unos minutos y por fin la miro: está nadando a toda velocidad, salta y vuela por el aire para después volver a zambullirse. Me aflojo el corbatín, está cada vez más cerca. Marina, el amor de mi vida.

Veo su rostro emerger justo bajo mis pies colgando. Las estrellas se reflejan en sus grandes ojos negros. Ella sonríe.

—Marina...

¿Será este un nuevo inicio o más bien mi final?

Así persiste el océanoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora