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Marina se ve hermosa con el vestido azul, no puedo dejar de verla. Ella no lo nota, está muy concentrada en las fotos de mi álbum familiar. Es la primera vez que la traigo a la biblioteca, y parece que le encanta. Este lugar ya no es deprimente en cuanto ella está aquí, hojeando los libros o viéndome con total atención cuando leo en voz alta.

—¿Esta de aquí es tu hermana? —pregunta, señalando una foto de Gloria de adolescente, ajustándose las zapatillas de ballet.

—Sí, le gusta bailar como a mi madre. Yo nunca fui muy bueno.

Estoy sentado junto a ella en la mesa de lectura. Hay una pila enorme de álbumes, Marina los ha visto todos. Llené un balde de metal para que mantenga su aleta dentro. Le dije que si en cualquier momento se sentía mal, me lo dijera para llevarla inmediatamente de regreso al baño. Han pasado tres horas y ella sigue bien.

—Tu madre era muy hermosa —dice Marina, acariciando una fotografía de ella—. Tienes los ojos verdes como ella.

—Es lo único que heredé de ella —sonrío—. En todo lo demás soy como mi padre.

—¿Y cómo se llamaba?

—¿Eh?

—Tu madre.

—Lucía.

Hacía años que no mencionaba ni su nombre. Es agradable hablar de ella así, sin sentir dolor, sin que mi interlocutora me mire con pena. Marina sigue viendo las fotos y yo le cuento anécdotas de mi niñez y adolescencia. Nunca he sido tan abierto, ni siquiera con Marla e Iñaki.

Creo que estoy enamorado. No sé si es algo genuino o si tiene que ver con el encanto que posee Marina al ser una sirena, pero no me importa. Me siento cómodo y tranquilo. Disfruto estar aquí, en la vieja biblioteca, cuando antes no soportaba ni diez minutos. Me gusta comer junto a Marina, ver películas con ella, leerle cuentos y verla usando vestidos. Me invade un intenso placer cuando entro a la bañera con ella y siento sus pechos firmes rozando mi desnudez al abrazarla. Podría pasar tardes enteras tocándola, besándola, embriagado en su olor a mar, en su cabello sedoso.

Creo que me estoy dejando llevar demasiado.

¿Así empiezan las adicciones, no?

—Marina, yo, uh... te quiero —digo, y siento el rostro caliente cuando ella aparta la mirada del álbum y la clava en mi. Sus enormes ojos negros brillan más que de costumbre. Veo destellos plateados en ellos, me recuerdan a la noche llena de estrellas.

—Yo también te quiero, Gustavo—responde.

Maldita sea. Soy un adicto.

Así persiste el océanoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora