17

1.2K 205 56
                                    

Han pasado treinta minutos e Iñaki no llega. Bebo mi café ya tibio un tanto molesto. Él tendrá muchos defectos, pero la impuntualidad no es uno de ellos.

Me froto las sienes, qué pérdida de tiempo. Ya sé lo que va a decirme, ya sé qué va a celebrar.

Tres hurras por Iñaki, quien evadió las consecuencias de sus actos una vez más.

Lo veo entrar al poco rato. Usa gorro, gafas oscuras y una bufanda que cubre su nariz y boca. Reconozco el abundante cabello rubio y rizado que escapa del gorro. Hay algo raro en él. Siempre anda erguido, su caminar es el de un hombre seguro de su grandeza. Ahora es todo lo contrario; está triste y apagado, parece morir de frío a pesar de traer un abrigo muy grueso. Se sienta frente a mí.

—Te ves muy mal —es lo primero que digo. Iñaki no contesta y llama a una mesera con un gesto. Le pide chocolate caliente.

—Me siento muy mal —contesta cuando la mesera se va.

—¿Qué te pasó?

Se quita las gafas, y me estremezco al verlo. Tiene unas ojeras muy profundas, aún peores a las que yo poseía antes de Marina. Sus ojos están rojos, como si hubiera pescado un resfriado. O tal vez estuvo llorando.

—Un ex empleado me denunció anónimamente. La policía fue a mi casa y me quitaron las sirenas.

Me invade una punzada de alivio. Hago un esfuerzo para no sonreír.

—¿Fuiste a prisión? —pregunto.

—No, ya sabes que con dinero se resuelve todo.

La mesera trae el chocolate, él le da las gracias.

—Ahora me vigilan constantemente —sigue—. Estoy obligado a ir a un laboratorio cada mes, solo necesitan una gota de mi sangre para saber si comí sirena o si tuve contacto. No creí que sería tan duro... Ahora estoy obsesionado por solo comer un trozo o besar a una sirena aunque sea cinco minutos.

Ahora entiendo porqué me citó a mí y no a Marla. Con Marla no podría ser así de franco, ella lo llamaría un enfermo y un adicto. Esa es la verdad, pero Iñaki no quiere reproches. Solo desea ser escuchado.

—Puede que se te pase pronto —digo.

—Han pasado dos meses, Gustavo, han sido los peores de mi vida. Pronto tendré que grabar la sexta temporada de mi programa, pero no puedo si estoy así. Me siento pequeño, insignificante en este mundo —se le humedecen los ojos—. Ya no siento placer en la cocina, ni estando en un set... Las sirenas, ellas me hicieron aún mejor. Y ahora no soy nada.

—Ve a terapia.

—No es tan simple, no tienes ni idea de cómo me siento. Ya lo intenté y es inútil.

—No sé qué más decirte.

—He perdido las ganas de vivir. Quiero morirme.

Lo ha dicho serio, viéndome a los ojos. Una pequeña parte de mí desea sentirse mal, después de todo hace no mucho yo me sentía exactamente así.

Pero no, no hay empatía.

Mi amigo, al que conozco desde los dieciocho años, está desesperado y pensando en suicidarse.

Y yo quiero que lo haga.

Lo estudio por unos minutos; sigue temblando, sus lágrimas no paran. Pienso en Marina, en lo mucho que habrá sufrido antes de conocerme. Me está esperando, quiero volver a casa lo más pronto posible.

—Entonces hazlo—digo por fin. Iñaki ni se inmuta.

—¿Debería?

Breve silencio. Él medita por un instante, después esboza una triste sonrisa.

Así persiste el océanoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora