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Marla me ve a los ojos mientras bebe su café, luce muy apagada. Apenas ha pasado poco más de un mes desde la muerte de Iñaki, así que la herida sigue fresca.

Estamos sentados en el comedor de mi casa. Ella me dijo con tres días de antelación que vendría y se quedó en silencio un rato cuando le contesté que estaba bien. De seguro esperaba un no de mi parte.

No soy tan insensible, y ella es mi única amiga ahora.

Hemos pasado un par de horas hablando de cosas sin importancia; le resumí las últimas dos novelas que he leído, y ella comentó las partes que más le gustaron. Cuando éramos estudiantes nos íbamos a la biblioteca después de clases, y leíamos novelas gráficas de acción. Iñaki se aburría y prefería ir a caminar por ahí con su novia de turno. La universidad era muy grande.

Marla termina su café. Le sirvo más sin que me lo pida.

—Quiero que hablemos de Iñaki —dice. Yo asiento.

—Él no murió por culpa de su depresión —continúa.

—Pero... tú viste todo lo que se dijo al respecto en la televisión. Sus padres y hermano lo veían muy mal últimamente.

—Sí, pero, ¿sabes qué provocó esa depresión?

—No. ¿Qué fue?

—Las sirenas.

Aprieto los labios.

—¿Sirenas?

—Sí, Ingrid me lo dijo.

¿Ingrid? ¿Quién es Ingrid. Hago memoria por unos segundos.

Ah, sí, es la actriz de televisión con los labios repletos de botox para la que trabaja.

—¿Qué te dijo ella? —le pregunto.

—Su esposo era compañero de Juerga de Iñaki, estuvo en casi todas sus fiestas, y él tenía sirenas en su casa. Por eso se veía cada vez mejor, porque las comía en exceso y abusaba de ellas. Ingrid supuso que yo ya lo sabía, se sorprendió cuando le dije que no —Marla suspira —. Ese adicto sin escrúpulos... ¿por qué hacía eso?

Aunque esté muerto, Iñaki no se salva de los reproches de Marla.

—Pero... las sirenas son ilegales—digo, tratando de verme escéptico.

—Eso no lo detuvo. Gus, recuerda todo el dinero que tenía, podía comprarse sirenas a montón. Luego un ex empleado de su casa lo denunció y se las quitaron. A partir de ahí cayó en picado.

—Ingrid pudo haberte mentido, no te dio ninguna prueba, ¿o sí?

—Investigué sobre las sirenas por horas, no me quedaron dudas. Después de que se prohibió su consumo hubo muchos casos de adictos que las adquirían de forma clandestina. Todos ellos se veían y comportaban como Iñaki en sus últimos días de vida.

Sus ojos se humedecen.

—Si tan solo... si tan solo hubiera sabido antes, le hubiera dicho algo... él era como mi hermano. No creí que se convertiría en... un adicto, un zoofílico. Sabía que era un tanto excéntrico, pero no un enfermo mental.

—¿Crees que era un enfermo mental?

—¡Claro que sí! ¿Quién en su sano juicio obtiene placer sexual y energía a base de esas prácticas? O dime, ¿tú lo harías? ¿Dejarías que una sirena te chupara el pene?

—No.

Siento una punzada en mi cabeza y otra en mi pecho.

—Todas esas cosas que Ingrid me contó fueron muy duras para mí. Tristemente perdimos a nuestro Iñaki en cuanto obtuvo fama y poder. Estaba condenado. Esa industria es una mierda, destruye el alma de las personas. Pierden la motivación, toda su energía y ya nada les parece suficiente. Por eso recurren a las sirenas, pero es una salida falsa. Toda esa belleza y energía, ¿para qué? Luego sin ellas no son nada —se enjuga las lágrimas— ¿Por qué? ¿Para qué?

Se cubre el rostro con las manos. Yo me pongo de pie, voy hacia ella y la abrazo.

—Maldita sea, Iñaki —solloza—. ¿Por qué? Eras un tipo normal...

No la suelto hasta que se calma. Siento ternura, como las veces que de niño escuchaba a Gloria llorar en su cuarto, después de terminar con sus novios de preparatoria. No importa la edad: las mujeres lucen muy frágiles cuando lloran, y hasta el hombre más inexpresivo se conmueve.

Nos separamos lentamente. Marla me ve a los ojos y me acaricia una mejilla. Esboza una sonrisa triste.

—Aún me quedas tú, y tú estás bien. No sé qué haces con tu vida ahora, ni con quién, pero eso ya no importa. Lo que importa es que te ves mejor que nunca. Te quiero, Gus.

Lo dice con total sinceridad.

Le regreso la sonrisa.

Ella se va poco tiempo después y yo me dirijo al ático. Ahí está Marina sentada en una silla, con la aleta dentro de un balde, hojeando una historieta de las tantas que le dejé.

—Lo siento —es lo primero que me dice.

Me acerco a ella y le beso la frente.

—¿Por qué?

—Lamento que tu amigo haya muerto. Él no me trató bien a mi, pero a ti sí, y por lo que oí, a Marla también.

No sé qué decir. Ella tenía miedo de Iñaki, pero no lo odiaba. Es demasiado pura para albergar sentimientos como esos.

Así persiste el océanoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora