«El cielo, el infierno y el mundo entero está en nosotros»
-Henri-Frédéric Amiel
CAPÍTULO 1. LOS INEXORABLES CAPRICHOS DEL DESTINO.
Mi vida era una auténtica mierda desde que mi padre decidió salir por una puerta que nunca volvió a cruzar. El luto de mi madre por la pérdida de un gran amor vino acompañado de un despido y de largas noches encerrada en su habitación con la única compañía de su desolador llanto. Aunque, por entonces, yo no sabía nada. No comprendía por qué mi madre dejó de hablar, no entendía por qué yo tenía que hacerme responsable de tareas que los demás niños no hacían y tampoco me imaginaba por qué nos embargaron el piso después de varios meses. Un par de años después de mudarnos de Madrid a Toledo, donde estaba la casa de mi abuela, mi mente empezó a atar algunos cabos: A mi madre la habían despedido de su trabajo como limpiadora, había dejado de pagar las facturas y el banco se quedó con la casa; así que tuvimos que irnos a Toledo.
—Todo es por tu culpa. Nunca debí tenerte. Eres un error. Si no fuera por ti, él nunca me habría dejado. —Aquella fue la frase estrella de mi madre durante los siguientes siete años.
Intuía que sus comentarios hirientes eran la razón por la que mi abuela no dejaba de repetirme que no me acercara a su habitación. Ella, a diferencia de mi querida madre, a quien culpaba era a mi padre. Me repitió durante años la de veces que le había advertido a mi madre sobre él, mientras se fumaba tres cigarros seguidos para calmar los nervios, o, al menos, eso decía ella para justificar ignorar las órdenes del médico.
—Debió quedarse con el otro —Me dijo una de esas veces— y no fiarse del artista. Bohemio decía que era. Un gilipollas sinvergüenza era lo que era. Decía que no podía trabajar porque le cortaba la inspiración, así que hizo trabajar el doble a la pobre de tu madre. No me extraña que haya perdido la cabeza. Aunque nunca la ha tenido en su sitio... dejar los estudios por ese muerto de hambre. Su vida estaba casi resuelta cuando ese mamarracho llegó a su vida para descarriarla.
Nunca se cortó un pelo en criticar a mi padre y puso el mismo empeño en reprochar a mi madre su comportamiento. Suponía que por eso la quería tanto, mi abuela fue mi gran apoyo.
—Mira el ejemplo que le estás dando a tu hija... El mundo no se acaba y menos por un cabrón como Nicolás. Los hombres como él, mejor tenerlos lejos.
Mi madre no la escuchaba nunca, sabía ignorarla como nadie. Mi abuela lo hizo lo mejor que pudo, pero poco pudo hacer para evitar que mi madre cambiara las lágrimas por botellas de alcohol y los recuerdos por otro tipo de drogas. Ella decía que mi madre la iba a matar de un disgusto cualquier día; pero no fue así. Su adicción a la nicotina fue la principal causa de su muerte a los casi setenta años. Lo cual nos dejó a mi madre y a mi nuevamente solas frente al mundo. La gran diferencia es que en aquella ocasión, yo ya tenía quince años y era plenamente consciente de todo lo que pasaba en casa. Especialmente de los insultos que continuamente dirigía hacia mi persona.
—Deja de juzgarme. Tú no eres mejor que yo.
Las adicciones de mi madre la condujeron a vagar por las calles en busca de hombres y nuevas sustancias que reforzaron las cadenas invisibles que la ataban a ese tipo de vida. El dinero de la herencia se esfumó en medio año y, cuando cumplí los dieciséis, tuve que empezar a trabajar con una autorización falsa. Pagar las facturas consumía la mayor parte de mi sueldo, la otra parte se iba en comida y drogas. No importaba cuan bien escondiera el dinero, mi madre siempre lo encontraba.
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Efímero
Novela Juvenil¿Conoces la sensación de no encajar en ninguna parte? ¿De ver como todo el mundo sigue hacia delante y tú te quedas estancada en un mismo punto? Así me sentí yo cuando mi madre murió, pensé que las cosas cambiarían a mejor tras su muerte; pero topé...