Capítulo IX

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Tan sólo tenía seis años la primera vez que me encontré con la muerte, o mejor dicho, la primera vez que la vi, que vi su cuerpo sin vida. Nadie se hubiera imaginado que aquellas vacaciones familiares a la playa terminarían en el funeral de dos personas.

Era la cuarta mañana en aquel paraíso vacacional, pero también iba a ser la última. Originalmente, el plan era visitar el zoológico de la ciudad, pero mis hermanos, Lucía, Emilio y yo fuimos tan insistentes con volver a visitar el mar que nuestros padres no se nos pudieron negar. Nuestros hombros y nariz ya estaban tan rojos por la exposición al sol que ardían. Sin embargo, éramos tan felices que ni siquiera nos importaba. Sólo esperábamos con ansias para mi madre nos pusiera bloqueador —inútilmente— para salir disparados a chapotear en la orilla de la playa.

Pero esa mañana ocurrió algo diferente, conocimos unos niños, algunos de mi edad y otros de la edad de Emilio, algo mayores que yo, tal vez de unos diez años. Ya ni siquiera recordaba sus nombres, tal vez nunca los dijimos; algunos de los recuerdos de ese día eran borrosos, casi como si estuvieran bloqueados, y con justa razón. Pero, así como algunas memorias eran confusas, otras estaban más que claras. Después de todo, uno no olvida fácilmente el día en que su familia se destruye. Un funeral no entierra tan fácilmente todo el dolor.

Estábamos jugando con varios accesorios de playa inflables, entre ellos, una de esas camillas en las que uno siempre se imagina flotando con unas gafas, un coco y una pequeña sombrilla, cual película americana. Al principio nos subíamos de uno en uno a la camilla y alguno de los niños grandes nos llevaba mar adentro a darnos un "paseo". Poco después nos dimos cuenta de que en la camilla cabíamos dos, luego tres, después ya ni siquiera nos subíamos, éramos cuatro niños agarrados de las orillas del flotador tomando un paseo en lo profundo mientras uno de los mayores nos llevaba y cuidaba. Siendo imprudentes a lo que se avecinaba.

¿Por qué estaba recordando eso?, ¿qué importancia podría tener ahora?

Sabía que de ahí se derivaban mis problemas de confianza. Sabía que era la razón por la que nunca había sido una fanática de las sorpresas, sabía que por ello siempre quería tener el control de todo.

¿Me había estado cegando por amor?, ¿pero qué era lo que había dejado pasar frente a mi nariz?

Habían pasado días desde que vi a la familia de René, desde que lo vi a él por última vez, o, mejor dicho, desde la última vez que supe de su existencia. Aquella noche Mariel trató de convencerme de todo estaba bien —vanamente— y que seguro no era más que un malentendido; me mandaron de regreso al departamento en un taxi y después de eso todos se esfumaron. René no respondía a los mensajes, ni mucho menos a las llamadas. En un par de ocasiones incluso fui a visitar su casa, sólo para saber si alguien me podía explicar lo que sucedía, saber si él estaba bien. Pero no fui más que rechaza por la ama de llaves, quien alegaba que no había nadie en casa.

Un día estás a punto de comprometerte y al otro es como si nada de eso hubiera existido. ¿Y si siempre fue así?, ¿y si nunca existió? La teoría del iceberg...

¿Qué tanto llegué a saber realmente sobre los Costello? ¿En verdad quería que me respondiera las llamadas?, ¿qué respuesta esperaba? Todo parecía muy sospechoso y conveniente.

La verdad podría ser dolorosa, y es bien sabido que algunas veces es más sencillo vivir en la ignorancia. Entre menos sepamos mejor. Pero ese nunca había sido mi estilo, nunca estaba conforme con las respuestas cortas, tenía que indagar, necesitaba saber el porqué.

Durante este tiempo me había preguntado muchas cosas, pero no me había preguntado cómo me hacía sentir. Porque no me provocaba más que intriga. No sabía si realmente estaba preocupada por René, por su familia, o si sólo quería alimentar mi necesidad de saber, alimentar mi curiosidad.

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