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Laika en multimedia

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Laika en multimedia

No elegimos amar ni a quién amar, no cuándo o cómo debemos. Nos dejamos caer, a ojos cerrados, porque ansiamos la satisfacción; la satisfacción de sentirnos plenos, de erradicar nuestras propias carencias a base de la abundancia de otros. Y ahí está el primer error, el momento en que damos pasó libre al dolor, a la desesperación. Porque no podemos ver a nuestro amado si nos aferramos a la ilusión de lo que podríamos llegar a ser en compañía del otro. No podemos esperar amor cuando irremediablemente nos buscamos a nosotros mismos, lo que no podemos ser por si solos.

El mes transcurrió tranquilo, no se diferenciaba de sus anteriores visitas. La mayoría del tiempo lo pasaba a puertas cerradas, salvo los días que recorría el centro o se iba de pesca acompañado de los viejos amigos de su padre y el susodicho.

El hombre le había prometido comentarle lo antes posible a su madre sobre su nuevo compromiso e inesperadamente, cumplió antes de lo previsto, llamándola la siguiente semana.

Para su suerte, la mujer no le reclamó, ni siquiera se coló el tema entre sus conversaciones. Aquello, en un principio no le preocupó, hasta que cayó en cuenta de que esa sosegada reacción no iba acorde a lo que él conocía de su madre.

El día que volvió a su vivienda, los ladridos de Laika le dieron la bienvenida. La puerta no parecía ser rival para la energética Bolder Collie. La cachorra había crecido unos notorios centímetros. Su pelaje lucía más largo y frondoso. Yoon Oh acercó una mano a su hocico a lo que Laika respondió con una alegre lamida. Le dio una última caricia en el espacio entre sus orejas antes de dirigirse a la cocina en busca de una chucheria que le saciara rápido. Abrió el refrigerador, encontrándose con una apetitosa bolsa de malvaviscos sellada, que sacó y probó mientras subía las escaleras.

Se recostó-medio desmayó-sobre su litera. El viaje le había dejado cansado y hambriento. El bus tuvo un retraso de unos cuarenta minutos, minutos que le costaron no poder toparse en la mañana con su madre, antes de que está se fuera al trabajo.

Vio la hora en su teléfono: las nueve y un cuarto. No era que odiase madrugar, sólo que no acostumbraba hacerlo, sobre todo en verano. Sin embargo, siempre intentaba medirse. Las veces que despertaba a medio día o casi llegando la tarde sentía que había desperdiciado horas vagando.

Cerró los ojos dispuesto a tomar una siesta recuperativa que le hizo despertar dos horas después.

Comprobó mirando por la ventana que aún era temprano. No tenía ganas de hacer mucho, le quedaban unas semanas antes de volver a la rutina que significaba ir a la escuela. Comenzaba su último año y con esto se avecinaban cambios que si no se sabían afrontar le resultarían bruscos. El sonido de su teléfono lo sacó de su ensimismamiento. Alargó su brazo para alcanzar el aparato. Había un mensaje de DongYoung en la pantalla.

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