Prologo

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Prologo

Las luces de la tarde surcaban el cielo tiñendo las nubes con los últimos colores del día. Rojos, violetas, naranjas y azules se mezclaban sobre la tierra que jamás olvidaría el tiempo.

Caminaba. Su paso lento y persistente lo alejaba de las secas arenas del suelo gastado y destruido. Suaves dunas quedaban atrás, pero no lo dejarían ir tan fácil, sus largas sombras se esforzaban por alcanzarlo. Sombras que la tarde estiraba en un último esfuerzo por alcanzar la tierra.

Se detuvo. Un tenue viento contorneó su cuerpo. Seco y cansado sopló sin demasiado aliento. Sintió el viento en su rostro y la pena inundó su ser. Pena antigua, lejana, tan remota que casi no tenía recuerdo. Una pena tan profunda que brotaba de la tierra misma.

Buscó en el aire, buscó algo que no estaba allí y no había estado por mucho tiempo. No supo porque lo buscaba ni entendió porque lo extrañaba tanto, pero una lenta lágrima escapó de su ojo, atravesando su rostro envejecido.

Continuó caminando. Estaba cansado pero no deseaba detenerse. El cansancio no era suyo, era un cansancio más distante, un cansancio que le pedía que continuara, un cansancio que debía encontrar. Lo buscó con sus pasos, uno después del otro, hasta que el suelo se volvió más oscuro y la arena se fundió en la tierra firme y fértil. Tierra de pastos largos y duros, de arbustos bajos y luchadores, de árboles solitarios y aguerridos.

Estaba lejos, lejos de todo, pero estaba. Allí, donde los despojos del odio los habían arrinconado una vez más. Donde la última aventura se hacía sangre y huesos, fracasos en todas sus miserables victorias.

Miró la palma de su mano derecha. Líneas y arrugas formaban la imagen del trabajo que su mano había visto y los años que habitaban en él.

La palma izquierda apretaba el pulido báculo en el que se apoyaba. El contacto con la madera de la vara era indistinguible en su mano, no más que lo mismo que pudiera sentir su mano de su dedo mayor.

Parpadeó. La oscuridad se adueñó de su cabeza y su mente se replegó en ella. Escuchó el sonido del tiempo, un eco distante de la campanada que anuncia el cambio de era. Largo, lento, profundo latir de las edades que solo algunos llegan a percibir.

Llamas. Un calor inexistente se apoderó de la oscuridad detrás de sus parpados cerrados. Luces incandescentes le quemaban la memoria y ardían entre sus recuerdos alimentándose como si fueran hojas secas.

Parpadeó una vez más y las llamas se desdibujaron, ocultas por las imágenes de los extensos campos que se desplegaban ante él. Bajando hacia el oeste, una línea verde oscura contorneaba la silueta de algún río.

Pensó en la humedad del agua. Recordó el agua, tan lejana, tan distante. Un lento latir, más profundo y esta vez sin eco, sin regreso.

Volvió a mirar su mano y ya no la vio. En su lugar había cinco viejos dedos, incrustados en una palma arrugada y maltrecha. Ya no era la suya, Él ya estaba de vuelta.

Se sorprendió porque era atardecer, cuando antes había sido siempre al amanecer. Que cambio extraño, pensó. Los brillos del campo opacándose bajo los rayos de oscuridad.

Sabio anciano, le llamaban ahora y recordó quien era. Era el dueño de aquello dedos cortos y estáticos, dedos inútiles, dedos sin garras que pudieran dañar al enemigo.

El recuerdo le trajo decenas de rostros, miles de nombres perdidos en la historia y miles de historias perdidas en cada uno de los nombres ¿Cuáles eran los nombres que lo esperaban ahora? ¿Cuáles eran los nombres que lo traían ahora y cuales las historias que le trían aquellos nombres?

Pero los nombres siempre se volvían leyendas y las leyendas solo le dejaban recuerdos. Penas sobre penas, como las arenas de la tierra que dejaba atrás.

Brujo le habían llamado antes y recordó la leyenda de alguno de los nombres. Leyendas de grandes guerreros, de nobles señores y de omnipotentes reinos. Hombres que habrían venido a ayudarlo con su tarea, a poner un fin a su misión. Pero los nombres, solo casi alcanzaron, y la destrucción se los llevó a todos.

Padre y Señor, también le hubieron llamado y las voces de tiempos tan lejanos como dos largos ecos de edades, llegaron hasta sus oídos. Voces cargadas de amor, voces cargadas de esperanza y voces entre las llamas. Voces devoradas por el calor del fuego y fuego devorado por su propia voz.

El día ya se terminaba, el sol desaparecía allí detrás del río en el horizonte. Todo el peso de la oscuridad se posó sobre sus hombros y sus rodillas ancianas se estremecieron. Sus piernas agotadas temblaron y sus hombros curtidos por miles de soles, se hundieron bajo tanta presión.

Sus dos manos se aferraron al bastón, su cabeza inclinada y su rodilla en el suelo. El eco vibró por todo su cuerpo, el mismo largo eco. Alzó la vista recuperando algo de su energía. Logró ponerse de pie y la oscuridad reverberó entre los campos. La oscuridad se llevó el calor de las llamas y las voces de odios lejanos.

El eco se detuvo y la noche brilló llena de estrellas sobre su cabeza. Sus piernas dejaron de temblar y sus rodillas se enderezaron. Sus hombros se irguieron y el peso desapareció por completo.

Había nuevos nombres que descubrir y nuevas historias por conocer. Sí, el nuevo tiempo había llegado. Una nueva era, un tercer y largo latido que renovaría al mundo y tal vez y solo tal vez, le traería finalmente paz.

Caminó una vez más. Sus pasos volviendo por la senda pasada, uno después del otro, sobre la misma tierra, el entusiasmo agitándose en su estómago. Una sonrisa esculpió el rostro del Viejo Sabio. Sí, así lo llamaban ahora y esta vez todo sería diferente, lo sentía en la misma tierra que permanecía quieta, inmóvil, aguardando por el último gran sacudón.

La Sombra del BosqueDonde viven las historias. Descúbrelo ahora