Capítulo 2: En la Puerta Septentrional

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El muchacho acariciaba con su mano la roca gastada del puesto de vigilancia. Su vista perdida en la interminable llanura y su imaginación desplegada sobre ella. Se veía cabalgando su potente corcel, su capa roja ondeando por detrás, seguido de cerca por el batallón que comandaba. Surcando la planicie a toda velocidad, saliendo al encuentro de una horda de salvajes que pretendía invadir el reino.

El sonido de los cascos de los animales, el ardor previo a la batalla y el choque de las espadas. Sensaciones, sonidos e imágenes que su cabeza trataba de inventar

Así solía pasar casi todas las tardes, inmerso en fantasías que lo alejaban de su patético presente.

Aled ocupaba su puesto como de costumbre, era uno de los tantos guardias de la puerta septentrional del reino de Ederya.

La tarde era fresca y aburrida como todas en otoño. Inmensas nubes que ascendían esponjosas hasta lo más alto surcaban el cielo. Una leve brisa circulaba por la puerta y sus alrededores, arremolinándose en la base de la gran montaña, conocida en todo el reino de Ederya como Ederglast.

Una montaña separada de las demás cordilleras, de una altura imponente. No era la más alta del reino, pero el estar separada, le daba un aire majestuoso, haciéndola parecer más alta. Su roca también era de un color distinto a las de las otras montañas cercanas, un tono marrón más oscuro, que cuando se mojaba por la lluvia o había poco sol se acercaba mucho al negro. Unos pequeños bosques de árboles de hojas duras y filosas, salpicaban sus laderas.

La montaña formaba tres valles distintos, uno al este otro al oeste y el más grande al sur. Luego continuaban las cadenas montañosas; siendo la más importante la del oeste que se unía a las Eternas. Sobre el valle este, había un gran lago conocido como Espejo y en el oeste estaba la muralla y la puerta septentrional, donde Aled oficiaba como guardia, trabajo que le aburría cada día más.

De todas maneras había algo en aquel sitio que por alguna razón no lo lograba cansar por completo. No sabía exactamente de qué se trataba pero sentía una curiosa sensación cuando recorría con su vista aquel paisaje. Era como si algo dentro de él le indicara que aquel era el lugar donde debía estar. Eso o simplemente que no tenía ninguna posibilidad de hacer otra cosa. Prefería quedarse con la primera opción.

Desvió su vista a la montaña, protegiéndose de un viento cargado de polvo que venía desde la planicie.

Sobre la cima del monte Ederglast se posaba una antiquísima fortaleza, incluso previa a la fundación del reino. Desde la puerta no se la lograba ver toda, por lo escarpada que era la montaña y lo próxima a ella que estaba. Solo se lograba divisar su torre mayor, que tenía el triple de altura que el resto de la fortaleza, y que en su parte inferior se fundía con la roca. De hecho la fortaleza por completo lo  parecía. Era como se hubiese recortado media cima de la montaña y con la misma roca, se hubiera armado una fortaleza.

A menudo Aled posaba su mirada en aquella torre, fantaseando con ser él el señor de aquella muralla prehistórica. Solía imaginarse entrando en ella, al regreso de una heroica batalla. Un pasillo formado por gente de todo el reino que lo aplaudía a la vez que lo miraba con cierto temor. De entre la muchedumbre emergía una muchacha, rubia y de cuerpo contorneado. Lo miraba un instante y se arrojaba a sus brazos. Ángela era la mujer más hermosa que Aled conocía y solo en sus sueños podía imaginar siquiera hablar con ella. Pero como siempre su fantasía terminaba tan fugaz como había aparecido y no quedaba, ante sus ojos, otra cosa que aquella distante ciudadela, vacía y abandonada como su mismo presente.

Hacía cientos de años que se encontraba abandonada, más de quinientos. Se hallaba parcialmente en ruinas. Nadie que viviera se acordaba de cómo lucía en sus épocas de esplendor, ni siquiera había libros con esa información. La gente se refería a ella como, Tor-Ederglast.

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