Capítulo 12.2: Desylia

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Un golpe en la puerta lo despertó. Se abrió con brusquedad y un hombre robusto con aros de oro en la oreja y colgantes de plata en el pecho, ingresó. -Ven aquí muchacho, es hora de que te pongas a trabajar.

Dicho esto, lo escoltó de vuelta a la plaza y hacia la construcción de piedra. Más de trescientos hombres trabajaban tanto en la muralla como en el nuevo palacio, todos sometidos por la fuerza y bajo amenaza de castigo o muerte.

Allí lo entregó a otro que parecía ser algún tipo de capataz de obra.

Encandilado por la luz del día Aled lo escuchó, tratando de comprender algo de lo que decía.

-Tu tarea será llevar mezcla desde donde es preparada hasta la parte alta de la construcción. Con un gesto y empujando a Aled, lo envió en la dirección, donde realizaban la mezcla. Desde la distancia y levantando un látigo le gritó.

-No intentes nada raro o sufrirás.

Tres hombres paleaban arena rocas y algo más que Aled no identificó. Otros cuatro  mezclaban los ingredientes, mientras otros iban agregando agua. Ninguna de las tareas parecía más fácil y menos cansadora que otra. Todos parecían agotados y sin embargo continuaban, con un ritmo lento donde repetían cada movimiento, como sonámbulos abstraídos de la realidad. Sin hablar uno de ellos le alcanzó un balde lleno, luego otro y le indicó hacia donde los tenía que llevar. Los baldes eran muy pesados, apenas podía transportarlos, subió como pudo unas escaleras hasta alcanzar el segundo piso y ahí los depositó junto a los hombres que lo desparramaban sobre las rocas.

No podía comprender aquella situación. Era como estar de vuelta en la Puerta Septentrional sometido a los caprichos de otros. La realidad de la que intentaba escapar, lo buscaba en cada paso con el que intentaba alejarse de ella. Y lo peor era que resultaba muy eficaz.

Cuando volvía, divisó un plano sobre una mesa donde dos hombres inspeccionaban la marcha de la construcción. Dibujado con alguna tiza marrón, se veía que aquel edificio, estaba planeado para ser de tres pisos. Dos alas laterales completaban cada uno de dos pisos. Era una obra realmente ambiciosa, que contrastaba con toda la arquitectura de aquel pueblo.

Un hombre vino y lo empujó al tiempo que le recriminaba:

-Vamos muchacho no te retrases, si no todos seremos castigados.

Aled estaba acostumbrado a los malos tratos, pues los sufría en su puesto de vigilancia, pero esto era distinto. Iba más allá de la agresividad, esto era la tortura, la esclavitud.

Trabajó toda la mañana realizando la misma tarea y justo cuando sus brazos parecían estar a punto de romperse, sonó una campana que indicaba el descanso.

Unos hombres trajeron agua y algo de comer que resultó ser tan escaso que no llegó ni a probarlo. Simplemente bebió un poco de agua y se sentó en lo alto del edificio contemplando la inmensidad de la planicie.

La vista era espectacular, toda la planicie de color amarillenta. En el horizonte las Eternas cubiertas en sus picos por nieve tan blanca que resplandecían. Recordó el cuento de los Exiliados. Tan infranqueables parecían y además del otro lado el desierto.

Qué valientes aquellos que escaparon de su propia tierra deseosos de abandonar la maldad de los invasores, pensaba. Qué ironía que ahora sufrieran a causa de los suyos sin posibilidad de abandonarlos. Los miraba allí en su pueblo trabajando hasta el agotamiento pelándose por un poco de comida que les tiraban a sus pies. Aquel pueblo de personas como Desylia, llenas de una grandeza aplastada por un tirano.

Pensó en cómo podría escapar, tal vez descendiendo por la pared y luego correr hasta donde se pueda por la planicie… No parecía ser una buena idea, era muy fácil que lo vieran o incluso que lo maten de un flechazo.

La Sombra del BosqueDonde viven las historias. Descúbrelo ahora