El patio del castillete sur era bastante amplio como para desplegar a unos cien soldados. Rectangular, con unas galerías que lo rodeaban y daban paso a cada una de las distintas habitaciones. Toda el área central descubierta estaba empedrada con unas rocas ya muy alisadas por el desgaste del tiempo. En las cuatro esquinas se elevaban torres de dos pisos. En la más cercana al comedor que acababa de abandonar Mendert, se encontraba su cuarto.
Del lado de enfrente, la galería no tenía muchas puertas sino dos de mayor tamaño que daban a las caballerizas, donde los siervos preparaban los caballos.
Sintió el viento frío que se arremolinaba en el patio y apuró el paso hasta la puerta principal. Dos guardias juntaron sus lanzas contra el pecho en saludo al capitán que abandonaba el castillete.
No había necesidad de pensar a dónde se dirigía, era algo que lo llamaba. Tal vez que necesitaba, pero de seguro era algo que quería. Caminó por las calles de La Ciudad al pie de Las Eternas, esa ciudad que tanto amaba era la representación física de lo que ahora lo llamaba.
Algunas personas lo saludaron al pasar, pero no deseaba hablar con nadie, no tenía tiempo. Su mente ya estaba embarcada en su misión. Imágenes de escenarios posibles atravesaban su cabeza, inundándolo de sensaciones terribles. Necesitaba serenarse y solo la paz de los Creadores y la solides de los Guardianes lograban apaciguarlo en momentos como este.
Dobló por una calle más pequeña que ascendía a contigua a la muralla de la ciudadela. Las casas más antiguas lucían sus gastadas rocas y los dueños sus costosos atuendos. No le agradaban en particular aquellas personas acaudaladas, los supuestos nobles. Tampoco mantenía un resentimiento hacia ellos, simplemente le parecían un tanto ridículas.
La calle concluía en una escarpada escalera de piedra gris, sobre ella, extendiéndose al cielo se podían ver las cimas nevadas. Con paso ágil Mendert subió la escalera, conocía cada escalón de la misma.
Frente a sus ojos apareció la imagen reconfortante del templo de Los Creadores. La estructura era sencilla, una de las cosas que a Mendert más le agradaba. Un edificio de piedra terminado en punta, que el único lujo que ostentaba era el de una gran puerta de hierro, adornada con figuras.
Sintió el viento helado que corría por aquella meseta desnuda. Dos antiguos pinos crecían justo donde la escalera se unía al suelo de la meseta. Parecían emerger casi directamente desde la piedra, luchando por desplazar a la roca con sus raíces.
Mendert atravesó la explanada que lo separaba del edificio. En su mente ya se formaban las palabras por las que venía a aquel lugar. Con la reverencia y cautela con la que se ingresa a un lugar santo, Mendert ingresó al templo.
Su interior era casi tan austero como el exterior, algunas estatuas de piedra adornaban los costados, mientras que unos bancos de madera ocupaban el centro. En el extremo opuesto a la puerta un gran ventanal iba desde el suelo hasta el techo y a través de él se contemplaban las imponentes Eternas. Dos personas más visitaban el templo. Uno de ellos volteó levemente al escuchar los pasos de Mendert, pero rápidamente regresó a su postura anterior.
El capitán tomó asiento en uno de bancos. Sentir el frío y la dureza de aquella piedra de alguna forma lo reconfortaba. Posó la vista en las montañas y su mente en Los Creadores, los amos del mundo, grandes seres capaces de darle forma a la tierra y recibir en sus valles de paz eterna las almas de sus fieles difuntos.
Su plegaria era tan simple como clara. Pedía la fuerza necesaria para poder cumplir aquella su misión, por su hija y por su mujer y finalmente por la compañía de los Guardianes a lo largo de su vida. Luego permanecía en silencio, escuchando sus pensamientos y lo que Ellos tenían para decirle.
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La Sombra del Bosque
FantasyPuerta verde, río de ramas Casa de sombras, luz sin llamas Mendert conocía aquella canción, se la había leído uno de los ancianos escribas que el rey tenía trabajando en esta empresa secreta. La primera vez que la había escuchado, una sensación de...