La puerta de la habitación se cerró con un delicado empujón y un suave chillido metálico. La sala estaba en penumbras, apenas se distinguía el brillo verdoso de unos pocos musgos que crecían en las paredes de piedra.
Tras una gran pila de pergaminos viejos y libros descosidos, un anciano sumido en su capa, garabateaba en unas páginas en blanco. Dos velas se hacían lugar entre la abultada mesa y unas cascadas de cera daban cuenta del tiempo que habían estado encendidas. El ligero aire húmedo salpicado de humo, se mezclaba con el aroma de la antigüedad.
El hombre que acababa de entrar llevaba una ligera capa gris sobre los hombros, haciendo juego con el resto de su vestimenta. En su pecho la silueta de un par de montañas partían a su uniforme en dos, negro por arriba y gris por debajo.
Caminó con determinación y sus pasos resonando con el sonido de los tiempos que cambian se detuvieron frente a la mesa.
-Necesito saber qué novedades tienen.
El anciano alzó la cabeza y con una cansada voz dijo:
-Pues no muy distintas a las que le dije ayer. - El tono era algo burlón, pero el rostro tenía una seriedad tan fría como la piedra de aquel lugar.
-El rey tendrá que ser paciente a menos que quiera mandar tropas a todos los rincones de la tierra.
El hombre de pie lo miró y sin responder nada dio media vuelta y dejó la habitación. Descendió por unas escaleras, giró hacia la derecha y caminó por un gran pasillo. Unas alfombras cubrían la mayor parte del suelo, y en las paredes cientos de objetos valiosos se alternaban con finos candelabros.
El paso veloz acompañaba la aturdida mente de aquel hombre que caminaba con decisión, tratando de poner orden en sus pensamientos.
No era esto lo que se suponía que debía hacer, sin embargo, no estaba dispuesto a desobedecer sus órdenes.
En la mitad del pasillo había dos grandes arcadas esculpidas en la piedra con gran detalle. Una daba paso a la escalera que conducía hacia la planta baja y la otra enfrente, llevaba al gran salón.
Parados en cada extremo de la arcada que conducía al gran salón había dos guardias con vestimentas similares a las del hombre pero más simples. Con grandes lanzas cerraban el paso.
Al verlo enseguida apartaron sus lanzas de puntas piramidales para permitirle avanzar. Pasó junto a ellos sin siquiera mirarlos e ingresó en el gran salón.
En el centro del salón, pero más cercano a la pared del fondo había una pequeña montaña, que alcanzaba la mitad de la altura de la sala. Unos escalones estaban tallados en la piedra desde el suelo hasta la cima, donde la montaña se transformaba, siguiendo las formas de la piedra, en un trono vacío. Un almohadón verde descansaba sobre él como único monarca. Enfrente cubría el suelo una gran alfombra dorada que reflejaba toda la luz que entraba al salón por dos grandes ventanas una a cada lado.
Unas cuantas mesas de madera lustrosa y sus sillas finamente elaboradas se desperdigaban por el salón en su extremo más lejano.
El hombre caminó por la habitación clavando la vista en el escudo del reino tras el trono. Detuvo su marcha unos segundos, para contemplar aquella imagen. Dicha insignia representaba todo en su vida y le había costado todo, sin embargo era lo único que lo sostenía.
En una mesa ubicada a un costado de la arcada de entrada tres hombres vestidos con grandes túnicas de aspecto costoso mantenían una acérrima discusión. Al notar al que acababa de entrar y que continuaba su camino por la sala, interrumpieron la conversación.
El más joven de los tres, que ya era un hombre mayor, se puso de pie y se dirigió a él con tono enfadado:
-¿Qué lo tiene tan apurado capitán, que ni siquiera puede dirigir un saludo de respeto a sus superiores?
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La Sombra del Bosque
FantasyPuerta verde, río de ramas Casa de sombras, luz sin llamas Mendert conocía aquella canción, se la había leído uno de los ancianos escribas que el rey tenía trabajando en esta empresa secreta. La primera vez que la había escuchado, una sensación de...