Una fría noche de abril fue el escenario perfecto para conducir a Helena hacia la muerte.
De repente fue llevada hacia un oscuro y solitario callejón por un encapuchado anónimo y nada inocente.
Sus fuerzas para defenderse fueron nulas ante la fiereza de su atacante. Su única opción fue llorar, tratar de gritar y pedirle a Dios y a la vida misma que no le hicieran daño.
Que no terminara convirtiéndose en un cadáver hecho pedazos en una bolsa. O que no la desvistieran, ni la tocaran, como ya a varias chicas les había pasado en el año.
Sin embargo, nada de eso pasó. O no todo lo que imaginó.
Ni cómo lo imaginó.
El actuar del atacante fue impredecible y veloz. Cuatro apuñaladas en la espalda bastaron para que la joven cayera rendida en el suelo, sintiendo un dolor inmenso y espantoso que jamás había sentido.
Aún estando agonizando, tomó su último aliento para levantar la cabeza y localizar al sujeto a través de su borroso mirar. Y así pudo conseguir lo que creyó que no sería concluido.
Reconoció aquellos peculiares ojos ámbar con pupilas carmesí que parecían extraídas del infierno y una risa malévola que penetró sus oídos antes de que dejara de oír por completo.
Raymond.
Y así como dejó de escuchar, pronto dejó de ver, pero no fue por mucho tiempo. En menos de diez segundos todo su dolor desapareció, el silencio fue destruido por una agradable canción y sobre sus ojos cerrados percibió la brillante luz del sol.
Dio permiso a su visión. Estaba caminando en la calle, llegando a casa, cargando en su espalda la mochila que llevaba a la escuela y escuchando música a través de sus audífonos. Nada parecía importarle. Solo caminaba alegre, recordando lo que había sucedido en el colegio esa mañana.
En menos de un minuto arribó a su hogar. Antes de abrir la puerta, pausó la música y revisó la hora. Eran las doce del mediodía con veintiún minutos. Se sacó los audífonos y entró.
La casa se hallaba como siempre. La mesa del living estaba llena de papeles, el volumen del televisor estaba en mínimo y en el desgastado sofá gris descansaba el gordo Mochi. Helena sonrió con picardía. Tiró la mochila a un costado y enseguida agarró al gato en sus brazos como si fuera un bebé. Lástima que a él no le gustaba, pues su cara de odio lo decía todo.
-Sé que me odias y eso me gusta -le dijo Helena al mirarlo con diversión-. Eres un gatito muy expresivo.
Su madre, Marina, estaba haciendo el almuerzo a las apuradas como de costumbre.
-¡Hele, deja a ese gato de nuevo en el sofá! -le indicó a su hija, sin girarse a verla-. ¡Hasta hace cinco segundos estaba aquí tratando de robarse la carne!
Helena no hizo caso, pero porque sabía que la solución a eso era muy facil. Dejó a Mochi en el suelo y se inclinó a llenarle su plato de alimento, no sin antes ver de reojo lo que mamá estaba cocinando.
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Almhara
FantasyHelena era su nombre. No tuvo mucha historia. Sus logros, sus sueños y sus intereses pudieron ser los mismos que los tuyos. Una vida común y corriente que dentro de un oscuro callejón, en una fría noche de abril, terminó. Pero es entonces cuando da...