- Parsimonia -

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Me sorprendía la manera en la que enfrentaba cualquier situación.
Su tranquilidad y seguridad; la calma que podía transmitir y la parsimonia con la que hacía determinadas cosas, incluso aunque le preocupara. Y es que, siempre terminaba ensimismado en hacer que todo se tomara el tiempo que debía tomarse, sin preocupación... solo tenía que ser así.
Yo, por otro lado, era todo lo contrario. Me costaba muchísimo entenderle y entenderme.
Y no preocuparme tanto por todo. Y no pensar tanto. Y no hundirme con facilidad.
Quizá, por eso, creo que nos complementábamos bien. Él era el ancla que yo necesitaba para volver a tierra firme y no quedarme en medio del océano, sin saber cómo volver. Y también, por eso, ahora me encontraba desorientada.

Mis días a su lado habían sido lo más cercano al cielo que había podido experimentar. Me había sentido tan viva, tan feliz, y tan especial. Él tenía ese efecto en mí, y creo que lo tenía en cualquier persona con la que pasara el suficiente y necesario tiempo a su lado. El problema estaba en que solo me gustaba que lo tuviese conmigo, como si fuese un pequeño secreto que ambos no queríamos compartir con nadie más.

Desde que todo había empezado, a pesar de querer que nunca acabara, yo tenía el leve presentimiento que en algún momento llegaría a su fin. Como todo.
Y cuando se lo hacía saber y él siempre decía: "No te preocupes por eso. No te sientas triste... disfrútame ahora. Oye, estoy aquí, y estoy contigo". Me secaba las lágrimas y luego besaba mi frente. Y para hacerme sonreír, terminábamos bailando y él sostenía mi mano en su pecho, como queriéndome decir que no quería que me fuese a ningún lado lejos de él.
Sabía perfectamente lo que le decía sin que abriera mis labios. Yo solo los mantenía juntos y lo miraba fijamente, y él podía responderme y saber lo que sentía. Y era de locos la conexión que sentíamos juntos y la manera en la que no podíamos dejar de parlotear por horas, mientras nos reíamos y nos contábamos cosas insignificantes.

Estaba acostumbrada a verlo caminar por mi casa. A escucharlo cantar en la ducha o mientras cocinaba; a sus gritos mientras preparaba sánduches de queso, a media noche, preguntándome qué quería de beber; a sus abrazos inesperados en la madrugada, o a su inocente voz cuando me pedía que yo lo hiciera; a la picardía de sus ojos antes de hacerme cosquillas o antes de hacerme el amor, y a la manía que tenía de molestarme para llamar mi atención. Lo conocía, y lo extrañaba cuando no lo tenía cerca. Lo curioso de todo es que no sabía que podía extrañarlo, incluso aunque todavía estuviese junto a mí.

Habíamos decidido darnos un tiempo. Y todo ahora se sentía más lento. Una parsimonia sin gracia. Una que no era la misma a la que tanto me gustaba y odiaba de él. Esta parsimonia que me identificaba en mis días y que, antes era totalmente ajena a mí, ahora la aborrecía. Porque él no estaba. Porque yo no actuaba así por ser paciente e intentar tomar las cosas con tranquilidad, sino por no tener otra opción y sentirme perdida por su ausencia. Y él le tenía miedo a que eso sucediera. A que sea un barco perdido en altamar sin un ancla; sin embargo, no era algo que pudiese controlar, aunque quisiera... o aunque yo le hubiese prometido que no sería así.

Estaba equivocada.

Y es que no debí haberlo prometido nunca, cuando sabía perfectamente que él era lo único que sabía cómo hacer que mi corazón latiera con prisa y sin preocupación, al mismo tiempo. Cuando él era el único que podía entenderme y lograba hacer sentir tanto en un cuerpo tan pequeño como el mío.
Cuando él era lo único que yo quería para siempre.

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