La tristeza del rojo.

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A veces me preguntaba por qué no era perfecta.
Y por qué no podía gustarle así, si lo fuera.

Me entraban unas ganas incontenibles de serlo, aunque sea estar lo más cerca, y que me quiera así. Y no entendía por qué mis cicatrices y errores me fastidiaban tanto. No entendía mi necesidad de estar en otra piel y llamar más su atención.
Tal vez sí era cierto... que tendemos a compararnos todos los días, que la inseguridad nos invade y se adueña de nuestro cuerpo y nuestra mente, que la oscuridad a solas puede ser un martirio y una pesadilla. Y que, a veces, el espejo no es un buen aliado. ¿O no lo somos nosotros?

Las rosas eran rojas, pero con espinas.
Las mandarinas eran brillantes, pero con semillas.
Cuerpos de reloj, pero con cicatrices.
Y no estaba segura de por qué el "pero" en cada oración, cuando se trataba de mí, era relacionado con algún defecto en el que, por ratos, me aterraba vivir.

En mis días de descanso y tranquilidad, entendía que no necesitaba serlo y que la suavidad y ternura con la que los rayos de sol acariciaban mi piel, le daba propósito a todo aquello que yo no lograba comprender. Y, cuando me sentía así, quería quedarme.
El caliente tacto.
Las sombras que se formaban en mis piernas con su luz.
Lo glorioso que era el respirar y poder sentir.
Y me veía de nuevo en el espejo y podía decir con certeza que, por ratos, mi reflejo no estaba tan mal. Y podía sonreír. Y aunque mi corazón latiera rápido, se sentía agradable el poder notarlo.

Las rosas eran rojas, pero con espinas.
Y la tristeza del rojo se encontraba detrás.
El color de ella me había llamado la atención, y eso había conllevado a que empezara a sangrar después de que una espina tuvo contacto con mi piel. Se destrozó poco a poco hasta sangrar.
Brillante.
No entendía su belleza y el dolor que escondía. Pero, quizá, podía ser que si se tratara de perfección, nada sobre la vida tendría un sentido que realmente tuviera peso y que nos hiciera abrir los ojos.
Mi reflejo en cualquier lugar había hecho que, por un instante, me despreciara a mí misma por no poder alcanzar la perfección que veía en lugares inalcanzables, y mi mente se había vuelto loca por querer lograr llegar a ese punto y llamar la atención de alguien por algo meramente físico.

Entendí que yo era más que eso.

Y sí, el caliente tacto del sol me hacía darme cuenta que estaba viva. Y feliz, aunque no siempre. Pero feliz, al fin y al cabo. Y experimentaba y vivía, y sentía, y podía hablar y expresar lo que por mi mente pasaba. Y la luna, en las noches de oscuridad, permitía que él me abrazara las cicatrices y las grietas, y que me quisiera por ser yo, naturalmente, sin máscaras.
Me sentía vulnerable e insegura, pero con un cierto grado de comodidad que no sabía explicar.
Honesta.
Comprendía la tristeza del rojo y también entendía que era algo especial, no necesariamente algo negativo del todo.

Yo era como la rosa con espinas.
Yo era la tristeza del rojo, en mis momentos de debilidad, y era su felicidad cuando encontraba la fuerza y me sentía bien en mi traje de piel.
De mi piel.
Con errores y baches. Pero mía, al final.

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