El monarca del bosque

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Ansío que regresen los tonos esmeraldas. No quiero que el bosque tenga su manto blanco. Es lo que más temo.

Ya el gran abeto tras mi espalda tiene los vestigios de mi lucha. Mi captor sabe que me he rendido y no suele dar patrullajes como antes. Me da más oportunidad de contemplar el bosque sin su demoníaca presencia cerca. Esto permite que más animales se acerquen a apreciar con pena al pobre muchacho que mantiene cautivo el demonio de plata.

Incluso el monarca del bosque, el que posee las enormes cornamentas y de pelaje bicolor me fue a contemplar un día. Recuerdo haberme visto reflejado en sus pupilas negras, ansioso de libertad. Es trágico que su corona hubiese sido dañada por ese codicioso muchacho. El que creyó alguna vez que era invencible y no le temía al bosque. Y ahora es el que yace encadenado en el tronco del gran abeto, con los pies remojándose en el riachuelo y la mente perdida en el siglo diecisiete.

El monarca cruzó el cuerpo de agua, dando cortos pasos hacia mí y acercando su largo hocico a mi frente. Nos miramos mutuamente y él sintió lástima por mí. Yo le pedí perdón por haber dañado su corona y supliqué para que avisara a mis compañeros que me rescataran.

Él baló en respuesta y se alejó de mí. Tras él, el gran lobo observaba la escena.

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