Juego sucio

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El dolor cruzó por mi pierna como un golpe de navaja. No dejaba de temblar al verle a sus ojos amarillentos como el ámbar. Nunca se había acercado tanto como aquella vez, que ya sentía su aliento sobre el mío y su manto de pelaje desprendía un olor a húmedo y a hojarasca.
Mi cuerpo ansiaba incorporarse al tronco a mi espalda y forcejeé con vehemencia las gruesas cadenas que me quitaban la libertad.

El lobo gruñó y se acercó. Allí me fijé en su enorme tamaño. Aproximo que se levantaba unos trece palmos desde el suelo o quizá la punta de sus orejas alcanzaba mi hombro.
Su olor estaba en mis narinas como su pelaje plateado. Rodeó el árbol y olió todo a mi alrededor con ruidos paulatinos de su hocico. Al final, cuando ya había escudriñado la pequeña área a mi alrededor, acercó su nariz a mi pecho y volvió a su cometido.

Me hacía cosquillas y dejaba un rastro húmedo y frío en mis ropas que hizo que un escalofrío bajara por mi espinazo. En especial, cuando el animal se acercó a mis partes íntimas.

No lo subestimé, porque los animales, en especial los cánidos, sienten atracción hacia la gran cantidad de feromonas que secreta esa área.
Pero jamás me hubiese imaginado que ese no era un lobo cualquiera.

No caigas en la trampaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora