Capítulo XXXIII. Miedos.

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Avenida Pintor Sorolla N° 125. 4
Diciembre 29, 1996

Martín tomó sus cosas y salió de aquel departamento completamente frustrado. No se despidió de ninguno de los ahí presentes, no estaba de humor, ni siquiera se molestó en esperar al ascensor, tan solo caminó.

En la habitación, ajenos a sus preocupaciones, Josué, que hasta ahora solo había presenciado aquella pelea entre su tío y el otro socio, bebió su tercera cerveza y dejándose caer en el sillón más grande encendió el televisor buscando el canal de fútbol.

—Vaya discurso le has soltado al viejo. —Aquel comentario capturó la atención de Adrián y de la rubia, quienes al ver marchar a Martín habían comenzado a caminar con rumbo al despacho-biblioteca.

—Es tarde, también deberías irte —dijo con voz dura el de cabello oscuro.

—¿Cómo? —Soltó sorprendido el joven—. ¿Estas... corriéndome?

Adrián miró en dirección a donde se encontraba su sobrino no sin antes dar instrucciones a la rubia y sonreírle de manera coqueta.

—Así es —Caminó hasta la puerta y abriéndola para el menor comentó—. Últimamente estas muy listo. Ahora vete. —dijo de manera irónica señalando con la cabeza al pasillo.

—¡Pero...! —Josué se puso de pie y caminó de mala gana hasta donde se encontraba su tío—. ¿¡Dónde dormiré!?

Adrián le dedicó una mirada de fastidio y tomando del pantalón su cartera contó algunos billetes y se los entregó al joven.

—Ahora largo. —dijo finalmente empujando a su sobrino y cerrando la puerta en su rostro, pero a los pocos pasos dos toques en la puerta se dejaron escuchar.

—¡Olvide mi chaqueta! —gritó Josué a la espera de que nuevamente le abriesen, pero eso no sucedió.

—¡Cómprate otra! —dijo en completa indiferencia el pelinegro y caminó en busca de la guapa rubia.



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Ludwing Van Bethoven 7B
Diciembre 30, 1996

La pequeña Ana dormía plácidamente a lado de Celeste. La tierna criatura con pijama de conejo se había empeñado en dormir con ella, y a la mayor no le había molestado en absoluto. En los días que había pasado en aquella casa, Celeste había descubierto que el dormir con la pequeña le hacía descansar mejor.

Había hecho de esa insignificante actividad su ritual de relajación. Cada noche que habían pasado juntas, Celeste esperaba que el angelito se durmiera, miraba el rostro sonrojado y relajado de la pequeña, escuchaba su acompasada respiración, aquella que le hacía transportarse a un campo lleno de tranquilidad y finalmente se rendía junto a ella, la acunaba entre sus brazos.

Pero aquella noche era distinta, desde que se habían ido a la cama, algo en el interior de Celeste le hacía sentirse intranquila.

Llevaba horas velando del sueño de la inocente, y aunque su cuerpo se sentía cansado, su cerebro no conciliaba el sueño.

Se encontraba sentada, recargada sobre el cabezal de la cama y con la pequeña en brazos. Cada tanto miraba por la ventana, pero el fuerte viento azotando la copa de los arboles solo transmitían más inquietud a su alma.

Disfrutó del dulce sonido del silencio, se permitió sentir el calor de la vida, aquella que hace mucho había perdido.

Sus pensamientos navegaban en un mar de incertidumbre. De momentos recordaba a su familia, a su madre, la bella mujer que había cuidado de ella y de su hermana. Y sonrió.

Pero también recordó a su padre, al cobarde que las había abandonado cuando más le necesitaban.

Un suspiro se escapó de ella y con un sentimiento de vacío miró que la pantalla del celular que descansaba en la mesita de a lado era iluminada a causa de una llamada.

En modo automático Celeste cogió el celular y en medio de la oscuridad, solo con la tenue luz de la luna colándose por la ventana contestó.

—¿Si? —dijo en un susurro tratando de no perturbar el descanso de la pequeña.

—¿Dónde estás? —La voz de Ulises sonaba desesperada—. Necesitamos hablar, es importante.

Celeste se congeló al escuchar aquello, como pudo finalmente contestó: —Un momento.

La chica dejó el móvil nuevamente sobre la mesa y con sumo cuidado depositó a la pequeña en la cama, la tapó con la cobija. Se levantó de la cama, tomó su celular y salió de la habitación.

—Dime. —soltó Celeste con impaciencia.

—Necesito que me digas tu ubicación —el sonido del potente motor de la camioneta de Ulises hizo saber a Celeste que éste conducía.

—Oye, de verdad estoy bien, no hace falta que ven...

—NO LO REPETIRÉ MAS. TU UBICACIÓN —Celeste no supo decir que le hacía estremecer más, si el frío calando en su ser o la dura voz de su amigo.

—Ludwing Van Bethoven 7B. Mi auto está estacionado en la entrada —dijo resignada Celeste.

—Bien. —contestó molesto su amigo y por un momento la línea quedó en completo silencio, un silencio que no agradaba a Celeste—. Llegaré en una hora y media. Ten tus cosas listas.

—¿Como? —Celeste no entendía el porqué de aquella actitud, y siendo sinceros el miedo de preguntar que ocurría le carcomía el alma, pero ¿Que más podía hacer? Si no enfrentarse a sus miedos como siempre lo hacía—. Ulises ¿Qué ocurre?

Silencio.

La línea quedó en silencio, Celeste pensó que la comunicación se había cortado pero un suspiro cansado por parte de su amigo le hizo saber que lo que a continuación escucharía no sería de su agrado.

—Se complica.

«Se complica.»

Tan solo dos palabras bastaron para que Celeste cayera, en cámara lenta al fondo del precipicio. Celeste colgó y quedó varada en medio del estrecho pasillo frío y oscuro del hogar que le había abierto los brazos y había aceptado su pasado.

Permaneció por algunos minutos tratando de asimilar todo, minutos en los que nada parecía real, nada parecía coherente.

Cualquiera que la hubiera mirado, sin duda alguna hubiera muerto del susto, y al parecer aquella idea cruzó por su mente, ya que reaccionando caminó hasta una de las puertas al final del pasillo y tocó.

Esperó.

Escuchó pasos acercarse y finalmente una adormilada Marisa le miró entre curiosidad y miedo.

—Me voy —dijo sin sentimiento ninguno Celeste.

—¿Qué? —Marisa terminó de frotarse el rostro. Pensó que había escuchado mal.

—Ulises viene para acá, debo irme.

Y no, Marisa había escuchado a la perfección, solo que no entendía el porqué. Para aclarar sus dudas, y tratando de despertar del todo invitó a pasar a su amiga.

—Les ¿Qué ocurre? ¿No estas tranquila aquí?

—Lo estoy... —Celeste dejó escapar una cansada sonrisa—. O lo estaba, hasta que llamo Ulises.

Marisa le miró y su corazón se estrujó en su pecho.

Aquella Celeste de mirada triste había vuelto, y presentía que tardaría en marcharse.

—Todo estará bien. —dijo con tono suave a su amiga y envolviéndola en un abrazo trató de transmitirle un poco de fortaleza—. Prepararé un poco de café mientras esperamos a Ulises.

Celeste asintió y miro a Marisa alejarse.

«Solo pido un poco de paz o que finalmente que me lleves contigo.»

Las Nornas: La Diosa de la Noche ‖ Libro Primero.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora