37. Mi hogar es dónde tú estés

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BERLIN- Punto de vista

Su cuerpo desnudo yacía en mi cama, los pocos rayos de sol que traspasaban la ventana se proyectaban en su aterciopelada piel acompañándola en su plácido y reconfortante sueño. Estaba tumbada boca abajo, con los brazos escondidos bajo la almohada, con la boca entreabierta y algunos mechones despeinados merodeando su rostro. Si se viera así misma en esa posición se moriría de la vergüenza, pero ella no podía verse con mis ojos, no era capaz de comprender que para mí, así, tal y como estaba, hasta con un reguero de baba recorriéndole la barbilla, era hermosa y perfecta. 

Mientras la miraba no podía dejar de pensar en lo mucho que la lastimaría cuando todo esto acabase. Por mucho que me doliese, esto tenía fecha de caducidad. No sabía hasta cuando tenía que seguir con esto, con esta farsa, fingiendo ser alguien que no era sólo por el hecho de que no me matasen. Lo cierto es que la única ventaja de todo esto era que podía estar con ella, sin escondernos de nadie, sin ocultarlo. 

La alarma había sonado hacía unos diez minutos, y tal como lo habíamos pactado, yo la llevaría a clase después de pasar por su casa para que se duchara y se cambiara de ropa. Pero aquí estaba, apoyado sobre mi codo mientras la observaba como si fuera la obra de arte más alucinante, viendo como respiraba lenta y pausadamente, relajándome con el vaivén de su cuerpo al llenarse de aire. Estiré la mano y aparté un mechón que ocultaba la totalidad de su rostro. Adoraba como esas pequeñas y diminutas pecas decoraban su nariz. Ella insistía en esconderlas bajo capas de maquillajes, pero para mí era una de las características que más me gustaba, le daba ese toque dulce y juvenil que tanto la diferenciaba del resto de chicas con las que había estado. 

Esa caricia bastó para que Abby refunfuñara y se retorciese sobre  las sábanas blancas en busca de la zona fresquita. Arrugó el entrecejo y me dio la espalda. 

Las vistas ahora eran mucho mejor. 

Acaricié la longitud de su espalda siguiendo una línea imaginaria desde su cuello hasta su trasero, su piel se erizaba conforme descendía lentamente.

—Buenos días mocosa.

La escuché gruñir y sonreí para mí. 

—Cinco minutos más—pidió con voz adormilada. 

—Han pasado diez minutos desde que sonó la alarma. 

—¡Cinco minutos más!—Insistió, pero esta vez sin rastro de ese tono dulce y adormilado. 

—Vas a llegar tarde a clase—Le dí un apretón en el trasero. 

Refunfuñó, se quejó más de la cuenta, soltó algunas palabrotas, pataleo como una cría de cinco años, y se incorporó mientras se frotaba los ojos tratando de acostumbrarse a la claridad de la habitación. 

—Estás hermosa. 

Como si mis palabras le ruborizaran, ocultó su rostro tras las sábanas.

—No me mires, estoy horrible recién levantada. 

Aparté las sábana de su rostro, contemplándola una vez más. 

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