Habría sido más sencillo acampar en casa de Nathaniel, pero su aventura ya había sido demasiado extrema para una sola tarde. En fin, habría dirigido sus pasos de vuelta a casa, de vuelta a su cueva, a su silencioso y siempre abandonado castillo. Camille sería su peso culposo, su nombre-castigo, su error de por vida.
Camille estaría presente en cada rincón de su habitación desde, incluso, antes de habitarla. No había deambulado demasiado, todavía, cuando el beso y aquel nombre se fundieron una vez más en dos universos distintos a punto de impactarse dentro de su cabeza, pero debía soportarlo.
La figura delgada de Jeremy, dormido sobre el todavía existente sofá a cuadros, volvía una y otra vez a su memoria, así como, sobre sus labios, la calidez de aquel muchacho permanecía aun fresca, latente, sensible e insensata. Y su nombre, oh su nombre, lo hacía deslizarse, calle a calle, con una sonrisa idiota en el rostro.
El corazón, sobresaltado todavía, parecía latir al ritmo del nombre, al ritmo del recuerdo, al compás del baile de sus manos cuando lo sujetaron, cuando lo acariciaron en la brevedad del beso, cuando se perdieron entre la verdad del momento y el deseo de la fantasía vuelto, en el instante, presagio incierto.
Lo quiso, el muchacho lo quiso. El beso se dio porque lo quiso, porque, al igual que él, buscaba la excusa para llevarlo a cabo, para probar, para comprobar, para explorar lo que el corazón insistía e insistía e insistía a partir de una idea, funesta idea, que lo llevó de la mano hasta el desenlace, hasta la conclusión, pero nada había concluido enserio.
Y todo resultó ser lo que no era, porque sus Jeremy, el X, el Y, el Z, cumplieron sus partes a cabalidad, pero permanecieron en silencio. Fue solo previo al beso cuando, por impulso, quiso darle un no al resultado, pero no pudo contradecirse demasiado. Entonces calló el que tenía que caer, incluyéndolo.
Camille volvía, entonces, peso culposo, a aparecer en media pausa. Volvía en el revés de la situación cuando, calle abajo, su casa hacía acto de aparición. No valía la pena un esfuerzo en vano, un cambiar de planes y desviarse del camino, simplemente porque Camille no era Caleb, porque Camille decía lo que decía como ley, como ordenanza, como hecho concreto.
Sabía que no podría, siquiera, pedir perdón por su actuación, por su infamia, por su absoluta estupidez. Sabía que no podría volver a verla a la cara, aunque quisiera, porque para ella él no era nadie y eso no lo cambiaría nunca, jamás.
Suspira.
Su pensamiento hace otra pausa y suspira.
Sus palabras, como él, toman aire y suspiran.
El nombre, su nombre, vale menos que nada para ella ahora.
El nombre, su nombre, comienza a explorar en los confines de su amor propio y comprende que o todo está perdido, que no todo es cosa de nombres, cosa de amoríos: su ego ha dado la vuelta a las cartas y ha preferido jugarse su propia existencia, porque Jeremy es, ahora, su verdadera razón de ser, su razón de estar y pertenecer.
Entonces sigue de largo y toma otro camino, solo para seguir pensando, pensando y pensando, porque no le queda de otra. Pensando porque no le quedan ganas de otra cosa. Pensando porque el recordar lo tiene flechado y no puede andarse el resto del día con cara de idiota.
Ya en casa, se sorprende de toparse con una vida ajena, una vida que, a veces, considera desconocida. Y le saluda y ella le saluda de vuelta. La ve perderse entre papeles y papeles, entre unas anotaciones y otras, entre trabajo y más trabajo, porque parece que no hay nada más allá de eso. Entonces se pierde él entre silencios incómodos y prefiere olvidarse de ella tras los muros de su propia habitación.
Y Jeremy se volvió tema al momento de cerrar la puerta, al momento de quitarse la ropa, entrar al baño, posarse bajo la regadera y dejar correr el agua a todo lo que da. Jeremy sería el tema y nada más mientras, entre un pensamiento y otro, buscaría la manera de explicarse a sí mismo qué haría después de eso.
–¿Y ahora qué? –se pregunta inquieto con los ojos cerrados intentando fundirse con el agua; –¿Qué viene después? ¿Intentar tener novio o qué diablos?
No importaba.
Solo era una descarga verbal, necesaria y simple, porque necesitaba decir algo más allá del nombre, más allá del beso, más allá de lo que, entre una cosa y otra, no dejaban de atizarle la existencia de un corazón enloquecido, herido a muerte por un flechazo que lo condenó sin remedio.
Jeremy sería el tema único y central esa noche, incluso, ante los oídos de una madre ausente. Porque tomaría la iniciativa de cenar con ella, de acercársele un poco, de hablarle, al menos un par de minutos esperando reacción alguna de su parte.
–Has estado ocupado ¿no es cierto? –pregunta ella con la mirada perdida en otros asuntos.
–Sí, algo.
–Ya toca descansar. Dentro de poco vuelves a clases.
–Lo sé, ma. Estoy en eso.
–Y Camille ¿Cómo está?
Escucha el nombre y un silencio le acompaña luego.
Lo piensa antes de responder, antes de meter las manos en el fuego que ha intentado apagar con pésimo resultado. Entonces opta por una verdad directa y sin vacilaciones, opta por enfrentar los demonios de su culpa y palparse las heridas con las manos sucias.
–Supongo que mal. Terminamos –responde Caleb sin levantar la mirada. Su madre parece no reaccionar.
–¿Y eso por qué? –pregunta ella, casi mecánica.
–Conflicto de intereses –dice él mirándola con atención; –Me enamoré de un muchacho y ella no pudo soportarlo.
–Si no quieres decirme, no tienes que hacerlo, Caleb. Yo lo entiendo.
Entonces la verdad dicha le pesó menos que la incapacidad de su madre por levantar la mirada, por posar sus ojos sobre él y percatarse que lo dicho, en efecto, no era un chiste, no era una mentira ni menos una excusa, sino la verdad en sí misma, casi palpable, la que salía de su boca mientras de sus ojos, con esfuerzo, las lágrimas buscaban deshacerse en llanto y comprobarse, también, merecedoras de atención y entendimiento.
Entre un dolor y otro, entre Camille y su madre, Caleb no logró estarse más frente a la mesa. Tomó su plato y, en silencio, volvería a encerrarse en su habitación. Su móvil, olvidado ya, habría cobrado vida minutos más tarde y aquel nombre, precioso nombre, le habría dejado un claro mensaje.
–No vuelvas a hacer eso –le escribiría el príncipe y lo imaginaría tal y como lo dejó esa misma tarde.
–No te prometo nada –respondería él, casi al instante, con lágrimas latentes sobre el rostro y un corazón clamando, en desespero, por su nombre mientras, con una sonrisaestúpida en el rostro, desearía –con todas sus fuerzas– que lo que trajo el solno se lo lleve la luna.
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Sensible e insensato -Privilegio- ©
Teen FictionProyecto-Sunflower (2019) -LIBRO III- Las vacaciones han terminado y un nuevo año escolar los ha llevado de vuelta al lugar del primer encuentro. Después del primer beso, Caleb se armará de un valor muy torpe para enfrentarse a Diana e ir en busca d...